La maquinaria del consumo compulsivo volvía a estar engrasada. Julián y Antístenes llevaban semanas paseando por la ciudad y comprobándolo. Lo que años atrás era una corta e intensa campaña que precedía a los días navideños, se había convertido en un bimestre cargado de eslóganes, cartelería, cancioncillas pegadizas y despilfarro eléctrico. El alumbrado cada vez empezaba antes a cambiar el aspecto de los barrios. Parecía que el temor a mostrar las calles con la oscuridad característica del otoño abriendo la puerta del solsticio de invierno se apoderara del imaginario colectivo. Incluso en los domicilios, de la tradicional decoración del interior de los hogares en los primeros días de diciembre, se había pasado a envolver las fachadas de los edificios con ostentosas luces que parecían querer demostrar el estatus económico de sus moradores.
Y en el último lustro, toda esta parafernalia publicitaria y social comienza en una línea de salida tan comercial e invasora como el insidioso black friday. Una estrategia comercial americana que se ha impuesto aquí como una moda y que mueve a las masas locales a gastar compulsivamente sus magros ingresos. Obviamente, para poder hacer frente a tanto dispendio continuado es necesario recurrir a la compra de productos baratos y, en la mayoría de los casos, fabricados en lugares remotos que no garantizan los mínimos derechos laborales y medioambientales. Pero eso parece importar poco al consumidor medio, que ve como su propio trabajo se deslocaliza hacia otros lugares para que la empresa que lo emplea pueda ser más competitiva y con ello su sueldo disminuye o incluso acaba sufriendo un despido. Paradojas del siglo XXI, para que se puedan consumir más productos y más baratos hay que perder el trabajo.
Antístenes y Julián se mantenían como siempre al margen de todo esto. Este año, después de la experiencia de la última cena navideña de empresa, pensaban quedase en casa y disfrutar a su manera de estos días. Julián recordaba sus navidades felices junto a su esposa. Con esos momentos vividos con tanta intensidad y siempre a contracorriente, tenía recuerdos más que suficientes para disfrutar de los días de vida que le restaran. Ahora tenía la suerte de contar con el compañero fiel y silencioso que representaba Antístenes y su actitud de auténtico cínico del Cynosargo. Compartir la soledad con otro solitario es un buen método para no estar nunca solo.
En el bar en el que acababan de tomar su habitual merienda habían vuelto a ofrecer lotería a Julián. Nunca jugaba a nada. No necesitaba más de lo que ya tenía. Quizá que su esposa siguiera a su lado, pero eso es imposible. Y para el viaje que algún día haría a su encuentro no necesitaba equipaje. En el televisor emitieron por enésima vez el anuncio de la lotería de Navidad. Volvían a utilizar la tónica habitual de la emotividad y la lágrima fácil. La lotería, tradicionalmente, era la ilusión de muchas personas, un medio de poder terminar el año de buena manera. Ahora tampoco era ya lo mismo.
Tras la ventana las luces lo ocupan todo. Comienza a caer una fina lluvia y las bombillas se reflejan en el asfalto mojado potenciando su efecto. Todo tiene que ser alegría y sin embargo las caras de los transeúntes parecen tristes. Todos parecen ir con prisas, con un estrés injustificado por cumplir con la sociedad de la inmediatez, la satisfacción de lo inmediato y la insatisfacción permanente. Una sociedad cansada y centrada en las apariencias. Un conjunto de individualidades que se desean felicidad unos a otros sin saber de qué están hablando.