Una llamada después de Navidad

Desde el 3º izquierda

 

Antístenes llevaba toda la noche inquieto y paseaba nervioso por toda la casa. Julián, insomne sin remedio, oía ese ir y venir de su compañero desde la cama, mientras leía. Quizás esa intranquila noche fuese consecuencia de la copiosa cena que ambos acababan de devorar. Al fin lo consiguieron, habían terminado con los restos de los festines con los que se atiborraron de azúcares y grasas saturadas durante las recién concluidas navidades. Los días festivos, a pesar de la anormalidad social imperante a consecuencia de la pandemia, no habían sido para ellos muy diferentes a los de anteriores años. Era la tercera Navidad que Antístenes compartía la vida del solitario Julián y gracias al can y su práctico modo de pasar el día a día, Julián había conseguido recuperar cierta ilusión por proseguir en el mundo.

Todavía no había amanecido. Los días de enero seguían siendo muy cortos, aunque el alba se intuía ya como una cenefa anaranjada en el horizonte. Julián pensó en el mar un instante. El recuerdo le trajo a la memoria esas maravillosas madrugadas de invierno junto a su difunta esposa. Les gustaba contemplar los amaneceres invernales en la playa. Ese hermoso contraste, entre las violentas jornadas de temporal mediterráneo y la calma de las largas semanas en las que el anticiclón se quedaba anclado, era incomparable.

Solo había regresado una vez a contemplar un amanecer de invierno después de morir ella. No sintió esa paz que solo la infinita belleza del mar es capaz de trasmitir. La belleza que nos regala la paz auténtica, esa que solo puede obtenerse sin pretenderlo, la que ocurre sin más, en un solo instante y se queda en el recuerdo para siempre. Tan solo le embargó una infinita tristeza, la asunción de que ella no iba a estar nunca más con él contemplando un sencillo amanecer de invierno. También fue la última vez que lloró. A partir de ese día guardó las lágrimas y las convirtió en los cientos de poemas que siguió escribiendo para ella.

Al final salió de la cama y fue al encuentro de Antístenes. A través de la ventana comprobó que las luces navideñas seguían encendidas. El seco y molesto viento de poniente las mecía con fuerza. Durante las anteriores semanas no las habían apagado ni un solo minuto. Parecía que la corporación municipal había decidido recordarles a los ciudadanos que era Navidad y que había que celebrarlo a todas horas. Navidades enmascaradas y con la economía en la cuerda floja.  La calle aún estaba solitaria a aquella hora y Julián tuvo la tentación de vestirse y salir a dar un paseo. Se lo pensó mejor al ver la inacabable pila de libros que tenía esparcidos por toda la casa a la espera de ser ordenados. Se dispuso a organizarlos, con el fondo sonoro del ronquido de la cuba del camión desinfectando las calles. Un trueno ensordecedor que entraba incluso a través de la ventana cerrada y al que no lograba acostumbrarse.

Estuvo ordenando los libros hasta media mañana. En la radio seguían introduciendo cuñas publicitarias navideñas. Se seguía incitando al consumo hasta la saciedad. Había que «salvar la Navidad» incluso después de acabada. En el noticiario radiofónico, sin embargo, sí que parecían haber superado la campaña de promoción navideña. Informaban de nuevos brotes y repuntes de las cifras de la pandemia; de las remesas de vacunas que ya estaban listas para empezar a ser dispensadas; de una preocupante sobrecarga en los servicios hospitalarios. En definitiva, todo seguía igual después de una quincena de cierta opacidad de noticias al respecto.  Apagó la radio, cogió al azar un libro de W. B. Yeats y se dispuso a sumergirse un buen rato en la lectura de la poesía del autor irlandés. Antístenes, por su parte, rescató un buen trozo de longaniza que había ocultado un par de días atrás en uno de sus escondrijos secretos. Ambos, can y humano, se disponían a pasar el resto de la mañana con sus pasatiempos favoritos.

Apenas veinte minutos después sonó el estridente timbre telefónico. En un primer momento Julián ignoró el sonido. Pero volvió a sonar. Insistían. Finalmente descolgó y escuchó una noticia que suponía iba a llegar. Desde su centro de salud le informaban de que tres días después tendría que acudir a ponerse la famosa vacuna. Sus circunstancias médicas lo convertían en uno de los primeros candidatos a ella.

Julián no hizo una sola pregunta. Se limitó a despedirse, colgó el teléfono y prosiguió con su lectura como si la llamada no hubiese tenido lugar. Antístenes estaba demasiado ocupado y ni se inmutó.