El amanecer retrasaba cada vez más su llegada. Este verano atípico, un estío de noticias cuajadas de datos y estadísticas sanitarias, allanadores de viviendas y manifestantes negando lo uno y lo otro, tocaba a su fin. El equinoccio estaba próximo y el viento de levante se percibía cada vez más presente. Pronto vendrían las tormentas torrenciales del otoño. Pronto las noticias tendrían otro ingrediente más de alarma en sus contenidos.
Antístenes dormía ajeno a todo. Normalmente siempre comenzaba su jornada cuando los primeros rayos de sol rozaban su frente y le despertaban. No sabemos si los canes sueñan, pero, por su expresión de placidez y absoluta quietud al dormir (ligeros ronquidos incluidos), Antístenes es, sin duda, un perro con la conciencia bien tranquila.
Julián, por su parte, había vuelto a pasar otra noche toledana. Desde mucho tiempo atrás el insomnio era su compañero inseparable. Sin embargo, en estos últimos meses se había recrudecido la desazón que se apoderaba de él en muchas de esas noches en blanco. Recordaba todo lo que la vida le había quitado, todo lo que quedó a medias sin poder ser terminado y todo lo que ya no podría ser. Julián temía convertirse en un viejo amargado. Aunque en el fondo sabía que eso no iba a pasarle a él. Tenía sobrados recursos para capear los días y la vida sin necesidad de recurrir a la autoconmiseración, el falso positivismo o todas esos paños calientes para soplagaitas. Miró un instante por la ventana y pudo ver la primera de las líneas doradas rompiendo el gris oscuro del horizonte. Comenzaba otro día y este prometía ser, aunque no especial, al menos interesante y quizá divertido.
A mediados de julio, pocos días después de levantarse el estado de alarma, Julián fue citado a la lectura del testamento de su tía Herminia, hermana soltera de su madre a la que apenas había conocido. Después de aguantar todo el tostón del reparto de bienes a una caterva interminable de sobrinos interesados y dispuestos a llevarse la mejor tajada, llegó el turno de Julián. Y le cayó el resto, lo que nadie parecía querer. Al menos eso denotaban las risitas ahogadas y las miradas sarcásticas de sus «adorables primos y sobrinos». A Julián le había correspondido un local situado en una de las zonas más degradadas de la ciudad. El local y una colección de libros y documentos que había en su interior.
Ahora, ya pasado el verano y después de haber aceptado oficialmente la herencia, había decidido ir a conocer su nueva propiedad. No esperaba nada, de hecho Julián estuvo a punto de renunciar, pero su espíritu curioso y aventurero, pudo más que su pragmatismo. «Quién sabe — pensaba en sus largas noches sin dormir —, quizás encuentre alguna edición de algún libro interesante en la colección».
Antístenes despertó en cuanto el sol empezó a cosquillear en su hocico. También contribuyó a ello el olor de la tortilla que Julián había preparado para desayunar. Una vez ambos estuvieron preparados y Julián se colocó su mascarilla reglamentaria, salieron con cierto optimismo al encuentro de su nueva propiedad. Tuvieron que hacer uso del viejo vehículo de Julián, que llevaba casi un año acumulando polvo en el garaje.
El barrio en el que estaba ubicado el local ofrecía un aspecto mucho más decadente del esperado. Tiempo atrás, en los años de mayor esplendor de la zona, en el lugar estuvieron ubicados los comercios de muebles de más calidad de la ciudad. Históricamente allí se situaron las mejores fábricas y tiendas de mobiliario de todo el país. Se exportaba a cualquier rincón del planeta en el que hubiese alguien dispuesto a gastar un dineral en un «mueble de estilo». Desde la crisis de hace doce años todo eso había ido desapareciendo y el paisaje era desolador y apocalíptico.
Al levantar la persiana una densa polvareda penetró por la nariz y la boca de Julián a través de su mascarilla de cuatro filtros. En aquel local no entraba nadie en lustros. Antístenes entró raudo, ladrando y enloquecido. Enseguida encontró ocupación persiguiendo a las docenas de cucarachas que se habían convertido en las ocupantes de todo el espacio. Julián quedó algo desilusionado. Pensó que había errado al aceptar la herencia. Allí solo había periódicos, revistas viejas sin interés y algunas novelas baratas sin valor literario. El can, sin embargo, estaba explotando su instinto cazador al máximo. A las cucarachas había añadido como objetivos una colonia de roedores. Todo un goce deportivo para Antístenes.
Cuando llevaba más de una hora rebuscando y estaba a punto de tirar la toalla y marcharse, Julián vio un gastado reflejo dorado en el lomo de un libro. Estaba en una estantería oculta tras docenas de pesadas cajas llenas de números de El Caso. Retiró, no sin esfuerzo, las cajas y alcanzó la última y áurea esperanza. Quitó apresuradamente el polvo de las cubiertas y se encontró con una rara edición de Der archipelagus de Hölderlin. Después de tantos años de bibliófilo nunca había oído hablar de aquella joya que tenía entre manos. Estaba databa varios años antes de la que era oficialmente reconocida como primera edición. Era un hallazgo increíble. Un rápido vistazo al resto de la estantería le mostró que aquel no era el único tesoro.
Sin lugar a dudas se avecinaba un otoño de lo más interesante dedicado a la exploración de aquella mina de la bibliofilia. Tía Herminia conocía a Julián mucho mejor de lo que él pensaba.