El primer paseo

Desde el 3º izquierda

 

Las tardes se estaban alargando cada vez más. El verano tiraba con fuerza del ocaso hasta convertirlo casi en eterno, impaciente por llegar al trono estacional antes de que el solsticio marcara su punto de partida. Además, con la masa ciudadana en desbandada por las calles, después de casi tres meses de confinamiento, el paisaje urbano era lo más cercano a una escena de cualquier película apocalíptica de las que emiten las televisiones generalistas en la sobremesa. Calor prematuro, gentío incumpliendo las mínimas normas de precaución sanitaria y un sector de la muchedumbre con exaltaciones de no se sabía muy bien qué, transformaban el paseo solitario en una actividad imposible.

Antístenes y Julián llevaban desde mediados de marzo viendo la calle a través de estampas cotidianas. La vida de la ciudad en fotogramas encadenados, igual que en esos vídeos colectivos que todo el mundo grababa a fragmentos desde su casa a modo de homenaje. Can y humano fueron testigos, en un primer momento, de detenciones policiales (alguna de ellas arbitraria) al estilo de regímenes dictatoriales. Después se dio paso a los aplausos desde las ventanas, acompañados de todo tipo de manifestaciones artísticas espontáneas. Todo muy emotivo y que hacía presagiar a los más ingenuos un cambio en el patrón de comportamiento de la sociedad. Un espejismo que apenas duró unas semanas. Con los primeros «alivios» del confinamiento se produjo la desbandada y la vuelta al egoísmo y la insolidaridad. Poco después, aunque en el barrio de Julián no se dio el caso, surgió la «revuelta de las cacerolas». Todas estas volubilidades de la masa refirmaban a Julián en su poco apego a las relaciones sociales. A él nunca le había costado esfuerzo mantener la distancia social y pensaba seguir practicándola e incluso reforzándola en su vuelta a las calles.

Así que, aprovechando que era domingo y las playas ya acogían a los bañistas urbanos con mascarilla a modo de visera, Julián y Antístenes decidieron dar su primer paseo. Esta dispersión de la marabunta ciudadana hacia la costa y el hecho de que la primavera había sido generosa en cuanto a lluvias, hacía prever que el campo estaría tranquilo y en su máximo esplendor en estas jornadas de junio. Optaron, como toma de contacto, por encaminarse hacia las arboledas cercanas a casa. Al salir a la calle, la primera sensación, después de ratificar el incumplimiento de las distancias por parte de decenas de ciudadanos que charlaban en grupos, fue de que la ciudad era más pequeña. Sí, al contrario de lo que pensaba Julián, después de meses de mirar solo a distancias cortas, todo estaba más cerca de lo que recordaba. Sobre todo las caras de las personas y vecinos con los que se cruzaba y que trataba infructuosamente de esquivar.

Antístenes fue reticente en un primer momento a salir de casa. En su pragmatismo de cínico había moldeado su vida al espacio del que disponía y no necesitaba para nada cambiar de aires. Al final cedió. Salió a las calles, las pisó nuevamente con aplomo y se dispuso a dar una nueva oportunidad al mundo y a sus habitantes. Al poco tiempo volvió a olfatear la nueva ciudad para descubrir que seguía oliendo a lo mismo de siempre: hipocresía y egoísmo.

Les costó bastante acercarse al campo a pesar de estar a apenas unos centenares de metros de su casa, esta cercanía era una de las ventajas de vivir en el extrarradio. Pudieron observar, durante el trayecto, que el paisaje que se extendía ante sus ojos era desolador. Jamás se había visto a tanta gente agrupada, las terrazas de los bares incluso parecían más extensas que antes de la pandemia. Asimismo, fueron testigos de una patética reyerta entre dos grupos, con puñetazos y patadas, por la ocupación de una mesa en un bar. Todo, absolutamente todo, era mucho más inhóspito para dos solitarios como Julián y Antístenes. Decidieron dar por concluido el paseo y volver a casa, a la seguridad de su confinamiento voluntario, a su minúsculo castillo, a seguir ejerciendo de Montaigne.

En su refugio, enclaustrados en su atalaya segura y aislada de la contaminación social, seguirían ejerciendo la libertad a su manera.