El sonido de la lluvia sobre la chatarra

Desde el 3º izquierda

 

El automóvil se puso en marcha al primer giro de llave. A pesar de tener casi veinte años y haber trotado bastante en los primeros tiempos de uso, funcionaba perfectamente. Ahora, tras la jubilación de Julián y después de más de un lustro estacionado y acumulando polvo, el viejo motor diesel volvía a demostrar que se podía confiar en él.

Es curioso el vínculo emocional que a veces se establece con algunas máquinas. El afecto que se le profesa a un coche veterano es, en ocasiones, equiparable al que se siente por un humano. Aunque, evidentemente, no es exactamente al vehículo como objeto en sí mismo. La motivación emocional viene de los recuerdos asociados a lo vivido gracias a ese objeto. Las alegrías, los momentos de felicidad junto a las personas amadas, las penas, el dolor —incluso ese dolor insoportable que no se despega nunca del pensamiento—, todas esas sensaciones pueden estar asociadas a un viaje en auto. E indefectiblemente, los recuerdos afloran cuando el tacto del automóvil, su sonido, los olores o las pequeñas cicatrices indelebles los reclaman. Cicatrices de la carrocería que, en ocasiones, tienen su extensión en la piel del conductor.

Julián viajaba hacia el almacén en el que había descubierto los inagotables tesoros de su herencia. Estaba catalogando toda la colección y aquello parecía no tener fin. Era increíble cómo alguien tan anodino a simple vista como la tía Herminia tuviese semejante biblioteca. Julián jamás había visto tantas primeras ediciones y ediciones raras como en aquel trastero polvoriento. Sin lugar a dudas, se avecinaban largos meses de goce y descubrimiento bibliográfico y literario. Porque, además de las ediciones valiosas de grandes obras, el filón de libros absolutamente desconocidos era inconmensurable. Había descubierto a innumerables poetas italianos coetáneos de Giacomo Leopardi. Uno de esos desconocidos vates que lo tenía fascinado era Alessandro Burlescotti. Julián, por primera vez en mucho tiempo, había encontrado un sentido a su existencia.

Antístenes dormitaba en el asiento trasero del coche. Él también estaba satisfecho de los viajes diarios al almacén. Allí podía husmear sin límite, a pleno pulmón, con miles de estímulos olfativos a su alcance. Tampoco faltaba la estimulación táctil y gustativa. A pesar de la exhaustiva limpieza que había efectuado Julián en los primeros días, la colonia de insectos y roedores era abundante todavía. Antístenes pasaba las largas jornadas correteando y practicando su atávico instinto cazador.

Al salir de la última rotonda justo antes de llegar al almacén, Antístenes despertó súbitamente de su siesta. Los reflejos de Julián y su frenazo brusco evitaron que atropellara a una persona que cruzaba la carretera por un lugar indebido. El aspecto del hombre denotaba que no estaba en uno de los mejores momentos de su vida. Su piel, tremendamente curtida por largo tiempo a la intemperie, manifestaba una vejez prematura. Sus ropas sucias, ajadas, casi inservibles ya, eran su certificado de empadronamiento. Empujaba un viejo y oxidado carro de supermercado. En él se acumulaban decenas de kilos de chatarra y trastos recogidos de las basuras. El hombre ni se inmutó ante el frenazo de Julián y prosiguió su ruta, perdiéndose por un camino lateral mal asfaltado.

Julián tuvo una corazonada. Ese rostro bronceado y lleno de arrugas le resultaba extraordinariamente familiar. Reflexionó durante un par de minutos y detuvo el vehículo. Dio media vuelta y se aventuró por el camino secundario que había cogido el hombre. En ese momento comenzaron a caer gruesas gotas de lluvia en el parabrisas. Los aguaceros del otoño ya habían llegado.

Julián condujo lentamente hasta que alcanzó al hombre del carrito. Este seguía empujando impasible bajo la lluvia que arreciaba por momentos. Se detuvo cuando llegó a una destartalada puerta metálica que daba paso a una sucia chatarrería. Golpeó con fuerza la puerta y esperó. Giró la vista un instante y, antes de que la cancela metálica se abriera, su mirada quedó clavada en la de Julián. Ahora sí que lo reconoció. El hombre era Joaquín, un viejo conocido del barrio de infancia de Julián. Joaquín fue uno de los mejores soldadores de la ciudad. Trabajó largo tiempo en el puerto haciendo soldadura submarina. Un trabajo muy bien remunerado años atrás. ¿Cómo había llegado a esta situación? ¿La crisis? ¿El alcohol? ¿La maldita depresión que siempre agarra del cuello en silencio? Quién sabe…

Julián se quedó largo tiempo parado dentro del coche. Vio desaparecer a Joaquín tras la oxidada cancela y esta se cerró con un chirriar de guías sin engrasar. La tormenta estalló al fin y la lluvia torrencial provocó un ensordecedor ruido al golpear con la chatarra acumulada en el almacén. Parecían gritos de desesperación de los olvidados del mundo. El clamor de todos los que día a día sobreviven cerca de nuestras casas y una máscara de olvido los mantiene ocultos.