Dos semanas exactas sin parar de llover. Catorce jornadas, con sus días y sus noches, sin cesar de jarrear ni un solo instante. Julián y Antístenes llevaban todo este tiempo de lluvia sin cerrar del todo la ventana, con la fresca sensación del olor a tierra mojada permanentemente en el olfato. En el relato bíblico del Génesis, recordaba Julián, hubo un tipo que estuvo cuarenta días dejando caer una lluvia torrencial. Esta vez no llovería tanto. Sin embargo, no era ese recuento de tiempo el que tenía a los dos amigos algo preocupados.
Mañana comenzaría un nuevo mes, abril, ese en el que los cerezos alcanzan el punto álgido de su belleza y tantos recuerdos trae a la vieja memoria de Julián. Para él, mañana sería la primera vez en muchos años que no saldría al campo a vivir su hanami(1) particular. Vivió los más hermosos junto a su compañera antes de que ella se marchase. Después, la tradición la siguió en solitario hasta que Antístenes se sumó gustoso a esa ineludible cita anual. Un acontecimiento que siempre reconciliaba a Julián con el mundo y con la especie humana. Aunque fuese solo por unos días y de manera etérea, este nuevo ciclo traía un renovado horizonte hacia el que mirar y en el que, con una ingenuidad impostada, el solitario del 3º izquierda depositaba una esperanza en la que, en el fondo, no creía.
La lluvia cesaría. Aun en el caso de que no parase, no era eso lo que detenía a Julián y Antístenes en casa en este arranque de abril. Eran los 19 días transcurridos ya desde la orden de confinamiento obligatorio por la pandemia que asolaba el país, eso era lo que tenía a los dos amigos con una negra sombra de preocupación en la mirada y en los pensamientos. Las calles estaban desiertas. Pero esto, que tanto había gustado siempre a Julián, ahora le dejaba un sabor acre en la garganta. Este silencio en la avenida, tan solo interrumpido por los drones de la policía con advertencias periódicas y los aplausos, caceroladas, toques de flauta y tamboril, bailes y el sinfín de ocurrencias de los ciudadanos para ahuyentar el miedo; este silencio largo y espeso como la niebla de las Highlands escocesas, podría ser la antesala de la desesperación.
Antístenes había terminado ya su ración diaria de alimento y decidió pasar el resto de la tarde dormitando. El Presidente del Gobierno repetía en el televisor por enésima vez el mismo mensaje de responsabilidad y unión ante lo adverso de la crisis mundial. Los periódicos digitales bombardeaban los titulares con cifras muy tristes. Julián no utilizaba las redes sociales, así que decidió releer un pequeño libro que siempre conseguía sacarle del hoyo cuando la áspera soga de la depresión apretaba con demasiada fuerza su cuello: El paseo de Robert Walser. Ya llegaría el momento de pasear entre cerezos, Julián lo sabía.
Antes de ponerse el sol, justo cuando cerraba el libro y lo depositaba en su estante, Julián observó en el horizonte la fina línea dorada del ocaso. Había escampado, ya no llovía, las calles se estaban secando. A pesar de que todo seguía vacío y en silencio, los trinos de los pájaros anidados en los cercanos árboles anunciaban que mañana llegaba abril y la primavera no se detendría.
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(1) El hanami es, según la cultura japonesa, el momento de la floración de los cerezos.