Los tejados habían amanecido completamente blancos. Después de unas navidades cálidas, con unas temperaturas propias de otra época del año, el invierno ya estaba aquí, implacable, con todo el rigor del que era capaz. Las calles estaban desiertas a esta temprana hora. Lucía un sol mustio, sin el vigor que haría falta para derretir la escarcha que cayó la noche anterior y que aparecía arrinconada a los lados de la calzada. Apuró el café antes de que se enfriara, con la mirada puesta en unos peatones que deambulaban por la acera con síntomas de estar en los últimos momentos de euforia de la borrachera del sábado. Pronto, en escasos minutos, los juerguistas estarían en su casa y todo sería para ellos un turbio recuerdo en la niebla del alcohol evaporándose durante el sueño.
Antístenes ya llevaba un rato apoyando sus patas en la pared. Era su forma de pedir el desayuno. Después de darle su ración de la mañana, Julián decidió dar una vuelta por la ciudad desierta. Quizás era el mejor momento de la semana, las horas en las que mejor se podía disfrutar de los edificios, de las calles sin apenas presencia de humanos, de los templos del consumismo cerrados. El paseo dominical para comprar el pan y el periódico, y que siempre culminaba con un aperitivo en el bar de costumbre, era uno de los momentos más felices y relajados.
Durante las pasadas fiestas, en la celebración de su antigua empresa, había tomado contacto de nuevo con sus viejos compañeros. Casi todos llevaban una vida de jubilado, con viajes organizados en autobús, cursos de las más disparatadas actividades que no servían para nada y que además no les interesaban, llevaban a sus nietos al colegio; en fin, todo aquello que se supone que la sociedad espera de los jubilados. Julián no quería todo aquello. Prefería su vida de solitario, su misantropía de ratón de biblioteca, sin otra intención que hacer siempre lo que le diera la gana. Tenía miles de poemas escritos, varias novelas que no pensaba publicar. Porque él escribía para sí mismo, sin otra pretensión que enriquecer su autosuficiencia.
Por otro lado, la cena de empresa resultó agradable. Antístenes, que tuvo que quedarse fuera porque no le dejaron entrar, también disfrutó a su manera de la fiesta. Julián se encargó de suministrarle avituallamiento y la glotonería del cánido se sació ampliamente. Se quedaron hasta casi el último momento y los compañeros tuvieron ocasión de comprobar que la sociabilidad de Julián no aumentaba con la edad, sino que incluso era más huraño que cuando compartían espacio laboral. En realidad, lo que caracterizaba al solitario del tercero izquierda era la sinceridad y la falta de impostura social. Pero claro, estos son valores a los que la sociedad no suele colocar en los primeros puestos de la escala de importancia. Pero en definitiva, estuvo bien el reencuentro con algunas personas que, en cierta manera, apreciaban a Julián y por los que él sentía un afecto casi fraternal.
La mañana ya estaba encarrilada del todo. Las campanas de una cercana iglesia sonaron nueve veces y hombre y perro decidieron pisar el asfalto. Bajaron por la escalera, sin cruzarse con nadie, rumbo a una ciudad que mantenía esa pereza que corresponde a un domingo de invierno. El viento azotó las mejillas de Julián, la única zona de su cuerpo que permanecía descubierta. Y esta ruda caricia devolvió sus pensamientos a la realidad. Unos pensamientos que, durante unos minutos, habían estado situados en sus compañeros y su modo de vida y en qué habría sido de la suya si hubiera cogido el mismo camino que ellos.
Antístenes aceleró el paso, obligándole a correr un poco.
(Continuará)