De nuevo era domingo. El amanecer había sorprendido a Julián sumergido en la lectura de Crimen y castigo. Esa simpatía que despertó en él durante la adolescencia su protagonista, Rodia Raskólnikov, seguía acompañándole en los momentos en los que el mundo volvía a mostrarle su cara sin máscaras. Por eso anoche, una vez más, decidió utilizar la llave maestra que significaba para él ese libro. Recorrer el camino de Rodia con la imaginación volvía a reconciliarle con la vida. Era el salvoconducto para no tener que tomar el camino alternativo, el que no tenía vuelta atrás, cuando llegaba a alguna de sus disyuntivas habituales.
La mañana era fría, el invierno había decidido venir cuando ya le tocaba marcharse. A Julián le gustaban estas mañanas de tránsito estacional. Frío de invierno en la calle con un orfeón de pájaros de primavera en los árboles. Empezaba bien el día. No pensaba acostarse, así que preparó un café bien cargado y se despejó para pasar el resto del día leyendo a Dostoievski o paseando con su compañero cánido.
Mientras disfrutaba del sabor de su café tradicional, una de las pocas cosas auténticas que conocía, observó a Antístenes moverse en su cama. Reflexionó unos instantes sobre cuál de los dos abandonaría antes este mundo. Ambos eran de cierta edad y con casi todo lo que habían venido a hacer a este planeta ya cumplido. Solo les quedaba esperar, comer y dormir, hasta que llegara la hora de marcharse. Al menos los objetos cumplen su función de principio a fin, siempre son útiles. Los seres vivos, sin embargo, pasan una etapa de su vida sin aportar nada, solo esperando a que la obsolescencia programada cierre el ciclo.
Antístenes debía sentir el rugido de sus tripas, porque comenzó su habitual ritual de cada mañana. Dio varias vueltas a la cocina husmeando cada rincón antes de sentarse a los pies de Julián. Este vertió su ración de comida en el cuenco y el perro desayunó con la voracidad acostumbrada. Ahora tocaba salir a estirar las piernas y vaciar depósitos, por lo que Julián fue a cambiarse de ropa para pasar un rato en la arboleda junto al río. Les vendría bien.
Cuando regresó a la cocina observo a Antístenes bebiendo de un charco junto al frigorífico. Retiró al perro de allí y al abrir el aparato comprobó que no funcionaba bien. No había suficiente frío en su interior y los congelados estaban reblandecidos. Mal asunto. Pasaron el resto del día en la calle, disfrutando del río, la arboleda, la ciudad desierta y la comida casera del bar de Sento. Al día siguiente tendría que llamar a un técnico.
El técnico era un individuo con aspecto de resabiado. Escenificó un ritual consistente en extender una fina capa de agua jabonosa, que le proporcionó Julián, sobre la rejilla trasera. Después de señalar algunas pompas de jabón un poco más grandes que las demás, diagnosticó la pérdida del gas refrigerante. “La reparación será carísima y no garantizará el funcionamiento al 100 %. Lo mejor es que se compre una nueva», sentenció.
El total de tiempo empleado en todo el proceso fue de unos 7 minutos, o quizá menos. El total de la factura ascendió a 30 euros. Julián pensó que había errado en la elección de profesión. Meditó sobre tres opciones: llamar a otro técnico (que le sacaría otros 30 como mínimo), intentar arreglarla él o elegir una nueva.
La noche del lunes volvió a recuperar a Dostoievski, su salvoconducto. Los objetos, por lo visto, tienen programada su duración. Es la obsolescencia programada. Nosotros, los humanos, también venimos con esa línea de código marcada. El mecanicismo en ocasiones puede ser irrefutable.
Antístenes reclamaba su cena antes de irse a dormir y Julián dejó la lectura para otro momento. Mientras llenaba el cuenco del perro pensó que el nuevo frigorífico que iba a adquirir tampoco sería el último que comprara.