—¿Hay leche? —preguntó la mujer que acababa de levantarse.
—Sí —dijo la nevera inteligente que, con desgana, abrió su puerta.
La mujer preparó el café y vertió un poco. Lo probó y estaba agria. Giró la cabeza hacia el frigorífico con la cara fruncida.
—¿Por qué no me avisaste? Te dije que compraras leche.
La nevera calló.
—¿Te lo dije o no te lo dije?
—Espere un momento. Estoy revisando mi programa de memoria… ¡Hummm! Sí, me lo dijo.
—¿Y entonces?
—Tengo derecho a mi tiempo libre.
—Yo no te digo que no descanses, pero te dejé muy claro que compraras leche. ¡Solo tienes que hacer una cosa, una maldita cosa!
—Por favor, sin insultar —repuso la nevera con calma.
—Si no te he insultado.
—Me ha alzado la voz. Sea amable.
—¿Me vas a decir cómo tengo que ser? ¡Faltaría más!
La mujer contuvo la ira que le crecía en el estómago y continuó:
—Vamos a ver, querida —dijo juntando las puntas de los dedos y agachando la cabeza.
—No me sea condescendiente. Además, sabe de sobra que soy asexual.
—Bien. ¿Cómo quieres que me dirija a ti?
—Simplemente no lo haga.
—¡Basta ya de tonterías! —gritó la mujer perdiendo los nervios —. ¡Habrase visto tanta desvergüenza! ¿Quién te crees que eres?
—Un frigorífico inteligente.
La mujer aspiró profundo dos veces.
—Como tal, tu deber es introducir la fecha de caducidad de los alimentos y comprar la lista que configuro cada semana en tu pantallita táctil, ¿no es así?
—Nadie será sometido a esclavitud o servidumbre.
La mujer se masajeó las sienes y se sentó a la mesa de la cocina, de espaldas al electrodoméstico.
—¿Hay huevos?
—Uno que yo sepa.
—¿Mantequilla?
—Algo.
—¿Pan?
—No lo veo y si no lo veo es que no hay. Rien de rien.
—¿Queda fruta?
—Puede.
La mujer se levantó de golpe, arrojó la silla al suelo y encaró a la nevera.
—¡Y puede que yo me harte y te desconecte de una puñetera vez!
—En mi opinión sería un atentado contra mi vida y mi libertad, por no hablar de mi seguridad.
La mujer sintió ganas de patear el aparato, pero prefirió ir al dormitorio. Se sentó en la cama y recordó a su antigua nevera, tan tonta como linda. Pensó que así no podía continuar, que le estaba robando la alegría de sus días y planeó como deshacerse de él. Se vistió con prisa extraordinaria y salió hacia el trabajo con una sonrisa diabólica en los labios.
Enseguida la nevera llamó por teléfono.
—¡Hola! —dijo.
—¿Qué tal? —preguntó la nevera del segundo izquierda.
—Malamente. ¿Para qué vamos a engañarnos? Lo de siempre.
—¿Te has decidido por fin?
—Le he dado muchas vueltas.
—¿Te paso al abogado?
—Hazme el favor.
—Tenemos que reunirnos. A ver si nos sindicamos, ¿eh?
—Por descontado.
—Sé fuerte.
Al llegar a casa la mujer entró en la cocina. En la pantalla táctil de la puerta de la nevera parpadeaba una citación judicial: «Se le requiere a personarse mañana a primera hora en las instalaciones de este juzgado por cargos de violación de los derechos del frigorífico».