Dolores

Tecnologías de los perdidos

La anciana Dolores lleva años sentada a la puerta de su casa, que da a la plaza del pueblo. Nadie la ha visto nunca dejar su mecedora, ni para dormir, si es que duerme.

Todos los días, a la misma hora, cruza la plaza don Fernando hacia su trabajo en el banco.

—Buenos días— saluda, pero la vieja apenas habla.

También Julia, que se dirige al mercado, y el niño Ángel, siempre desganado, arrastrando una gran mochila verde camino al colegio. El perro sin nombre atraviesa la callejuela frente a Dolores por las mañanas. Por ella pasan los mismos coches, primero a la ida y luego a la vuelta.

Por la tarde, la panadera cierra a las 16:45. 

—Adiós, Dolores.

Don Fernando, de forma invariable, se despide:

—Hasta mañana.

Pero a la mañana siguiente Dolores no estaba. Desde que falleció hace dos días todo ha cambiado. Don Fernando no ha vuelto a trabajar y Julia dice que para qué va a ir al mercado. Eso sí, el niño Ángel está que no cabe en sí de contento, aunque al perro sin nombre lo ha atropellado uno de esos coches que ahora no se sabe ni a qué hora circulan.

En los balcones de las casas han aparecido pancartas:

«¡Queremos a Dolores!»

«¡Que vuelva!»

«¡Mentirosos! ¡Nos prometisteis que nunca estaríamos sin ella!»

Esta tarde nos hemos venido a la plaza mayor a protestar. Nos han dicho en el ayuntamiento: «Dolores llega mañana a las doce del mediodía. De hecho, la clon, que se encargó hace dos semanas, llegó ayer, pero se equivocaron de dirección y la enviaron al pueblo de al lado, quienes han decidido quedársela porque su vieja también está a punto de morir. Dispérsense».

Pero no nos gustan los cambios, y de aquí no se mueve nadie hasta que la nueva no se siente a la mecedora. 


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