Follaje

Tecnologías de los perdidos


En medio de su jardín el tío Alberto tenía un árbol del dinero que le habían traído del Brasil. Lo cuidaba como si fuera un hijo. Nunca le faltó agua, ni abono, ni sol. Nunca estuvo enfermo. Crecía alto y confiado, con un abundante follaje de billetes brillantes.

Cuando era pequeño mi madre y yo íbamos a la casa del tío todos los domingos. Por la mañana jugaba con mi primo Edgardo al escondite en las muchas habitaciones de la primera planta. Después de comer, tras hacer la digestión, la tía Margarita nos dejaba bañarnos en la piscina del invernadero. Antes de regresar, el tío nos decía a Edgardo y a mí que si nos lavábamos las manos podíamos, con cuidado, pellizcarle al árbol unas hojas de los costados. Yo seleccionaba muy bien porque mi madre me tenía dicho que solo cogiera dinares kuwaitíes, riales omaníes, libras esterlinas, francos suizos, dólares americanos y euros. Edgardo prefería bolívares por los colores.

Un día que estábamos sentados en el borde de la piscina con los pies en el agua le dije a Edgardo que mi madre creía que su padre era un mafioso. Edgardo me miró con ojos de susto:

—¿Por qué?

—Porque nadie tiene tanto dinero.

—Pero el dinero crece en el árbol.

—Dice mi madre que tu padre cuelga los billetes con hilos invisibles.

—¡Es mentira! Yo nunca he visto ningún hilo.

—Porque es invisible.

Edgardo se echó a llorar y a partir de ese día no volvimos a la casa del tío Alberto.

Al cabo de los años murió la tía Margarita. Hace poco falleció el tío. Edgardo, como es natural, ha heredado la casa con el árbol. A mí me ha legado un esqueje que he plantado en una maceta en la ventana de mi habitación, mirando al este, pero no creo que eche raíces.



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