Me encantan los viernes. Si de mí dependiera habría dos viernes en cada semana.
Más incluso que los viernes me gustan los Nuggets de pollo del McDonald´s. Me enloquecen. Si de mí dependiera los comería todos los días. Todos los viernes, al salir del trabajo, me como diez.
Hoy la joven que atiende en el establecimiento es distinta a la de la semana pasada.
—McNuggets —. Sonrío con anticipación.
—¿Diez, veinticinco, cuarenta o cien?
—Diez.
—¿Salsa?
—No.
—¿De beber?
—Agua.
Lleno el vaso de agua en la máquina expendedora de bebidas y me siento a esperar. Enseguida me sirven lo pedido.
Con manos temblorosas abro la cajita de cartón, los admiro. Cojo uno con el índice y el pulgar, cierro los ojos, me lo llevo a la boca y ¡horror!, ¡desilusión!, ¡rayos y truenos! Escupo el bocado en la servilleta y me acerco al mostrador.
—Estos McNuggets no saben a McNuggets —le digo a la joven.
—Le aseguro que se usan siempre los mismos conservantes, aditamentos y artificios. En todos los países del mundo.
—Pues algo no es igual. Dígale a Sami que venga.
La joven entra en la cocina y sale junto a la encargada.
—Hola Nuria. ¡Qué sorpresa!
—¿Qué le habéis echado a los McNuggets?
—Nada, ¿por?
—No puede ser—. La voz se me entrecorta porque empiezo a sentir un poco de asfixia en la garganta.
—Tranquila—. Sami encarga otra caja—. Ahora te la llevan.
Me siento. Me traen la orden, pero nada.
—Es incomestible, Sami. ¡Llevo viniendo aquí cuarenta años, cada viernes, todos los viernes!
—Hoy es jueves.