Me digo

Tecnologías de los perdidos

Todas las semanas anoto en mi móvil quién se muere en el barrio. Los muertos de mi lista tienen más de setenta y dos años.

Algunas semanas muere alguien de cáncer. Como Linda, la vieja peluquera. Fue de repente, el miércoles pasado. El jueves se suicidó su marido. También Richard, el quiosquero, murió el lunes, por la ola de calor, luego que se quedó encerrado en su coche y no pudo salir por dos horas.

Otras semanas no se muere nadie y, entonces, me toca inventarme sus nombres y sus vidas el sábado. Si espero hasta el domingo no duermo tranquila. 

Al principio intentaba ser realista y consultaba las defunciones registradas por edad, mes y sexo en el portal del Instituto Nacional de Estadística. Pero es completamente innecesario.

El domingo por la tarde visito a mi madre. Como ya no sale nunca, le llevo la compra que le hice el viernes y adecento un poco la casa. Cuando acabo me siento a su lado a ver la televisión. 

—Esto ya lo has visto, mamá.

—Yo no lo he visto.

—Gana el niño del jersey verde.

—¿Para qué me lo dices?

—Para que veas que ya lo hemos visto. Siempre ves los mismos programas.

—¡Ay, no tengo ganas de nada más que de morirme! —Suspira, llevándose la mano al corazón.

Esa es la señal. 

—¿Sabes quién ha muerto? —le pregunto.

Me mira con ojos vivos.

—¿Te acuerdas de don Abelardo?

—Claro.

—Ha muerto de una pulmonía al comerse un helado.

—¿Cómo?

Y le cuento. Hasta que tengo que ponerles la cena a los niños.

En el coche me digo: «Soy una buena hija». «Soy una buena hija». «Soy una buena hija».


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