Llevaban un mes saliendo cuando Norma propuso vivir juntos.
—Ha llegado el momento de contarte algo —dijo él.
Paseaban por el parque agarrados de la mano. Se sentaron en un banco y se miraron.
Diego era guapo, atlético y sensible. Olía bien. Vestía a la moda. Se depilaba. Norma se apercibió de que la arruguita del entrecejo le había desaparecido.
— ¿Te has puesto Botox?
—Sí, pero no es eso.
— ¿Qué es?
—Las ondas electromagnéticas del wifi.
Ella calló esperando a que él añadiera información. Como no arrancaba preguntó si era alergia.
—Activan un gen recesivo cuando estoy a menos de cuatro metros de un rúter.
—¿Por qué cuatro metros?
—No sé, cuando me alejo se desactiva.
—¿Y cuando te acercas?
—Sufro una mutación.
Norma se rió.
— ¿Me quieres? —preguntó él con voz suave. Tenía los ojos húmedos e inocentes.
—Claro.
Esa noche Diego se quedó a dormir en casa de Norma.
—Subamos a tu despacho.
—¿Para qué?
Una vez allí se acercó al rúter.
—No te asustes —le advirtió.
Enseguida empezó a convulsionar y su pecho se ensanchó hasta reventar los botones de la camisa. De repente en los brazos y las piernas le crecieron músculos imposibles. Su cuerpo se cubrió de vello negro y grueso. Le creció el cabello, sucio y enredado. Las aletas de la nariz se le abrieron. Se le desarrolló la mandíbula hacia afuera. Empezó a gruñir como un cavernícola y a dar saltitos. Entonces vio a Norma y paró. Por un momento su dedo índice jugó con el labio inferior. La olisqueó de abajo a arriba, dio un pequeño chillido de alegría y, con una sonrisa de oreja a oreja, la cargó sobre su hombro izquierdo y la lanzó al sofá.
A la mañana siguiente Norma bajó a la cocina a preparar café. Bebía un sorbo a la mesa cuando Diego apareció.
—¿Es un problema? —preguntó.
Ella sacudió la cabeza de lado a lado. No dijo nada. Pensaba en la noche pasada y en un posible amplificador, para mejorar la red de casa.