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Tecnologías de los perdidos

 

Cuando el hombre se despertó vio los ojos rojos de un pigmeo albino mirándolo desde los pies de la cama. Se destapó con tanta premura como pudo y de un brinco se abalanzó sobre el extraño, pero solo atrapó aire.

Fue al baño. En la ducha, frente a la cortina, había la sombra de una mujer con curvas latinas. A prisa descorrió el paño, pero la mujer curvosa ya había desaparecido.

Tras la cafetera se agazapaba un gigante. Por la ushanka que llevaba en la cabeza debía ser ruso. Rápido levantó la máquina, pero el espía fue más rápido que él.

Dentro del armario, entre los abrigos, lo acechaba un niño con ojos rasgados que enseguida salió corriendo, y desde la lámpara del techo de la entrada lo vigilaba un gato africano que no había visto en su vida. 

¡Dejadme en paz! gritó, pero el gato ni se inmutó.

Al salir a la calle una bandada de pájaros australianos se alineó tras él como un batallón. El hombre manoteó con desesperación. Fue en vano. Solo se esfumaron al doblar la esquina, cuando unos pastores alemanes que venían paseando disciplinadamente con sus dueños les tomaron el relevo.

¡Váyanse! chilló el hombre agitando los puños, pero perros y dueños hicieron oídos sordos.

Al doblar otra esquina se desvanecieron. El hombre suspiró con alivio unos segundos hasta que una horda de amas de casa que hablaban inglés se materializó a sus espaldas.

¡Please, ladies! vociferó con todas sus fuerzas. 

Cuando se evaporaron le siguieron unos pasteleros franceses, una vaca sagrada, un gurú del amor, varios cowboys, dos trapecistas finlandesas, tres actores de segunda y cinco adolescentes europeos tatuados de la cabeza a los pies. El conserje del edificio donde el hombre trabajaba les dijo que no podían seguirle al vestíbulo con esas pintas y les bloqueó la entrada.

Para mejorar su estatus social el hombre había comprado un paquete de seguidores. Veintidós más lo siguieron desde el momento que subió al ascensor hasta que se sentó a su escritorio.

¿Cuándo empezaron a llegar? —le preguntó el compañero de la mesa de enfrente.

—La semana pasada —dijo el hombre simulando calma.

¿Y cuánto duran?

—Cinco años —contestó. Se le empezaron a formar lágrimas en los ojos.

—Tranquilo, tío, algunos pierden el interés.


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