Al igual que sucedió con el ilustre hidalgo, aquel que dio fama inmortal a un tal Miguel de Cervantes, Eulogio Carretero se volvió majareta con la lectura. No se le ocurrió otra cosa durante las últimas vacaciones que leerse de un tirón todos los textos publicados en La Charca Literaria desde sus orígenes hasta hoy, mezclando estilos y tramas, desubicando personajes, enterrando vivos, resucitando muertos, desordenándolo todo y armando tal caos en su cabeza que llegó a confundir héroes con villanos, vida con literatura y el culo con las témporas. También se acostumbró esos días a tomar tinto de verano, paella con chorizo y pizza con piña, y se quedó tan pancho.
Entre tanta lectura y las malas digestiones arruinó su tiempo y su salud. Y su pobre cabeza trastornada construyó una especie de relato descabellado que le asaltaba por las noches en forma de pesadilla recurrente, como le asalta la exhumación a Joan Vigó cada vez que se interna en sus quehaceres poéticos. La pesadilla era algo así:
Todo empezó a raíz de una herida que el cómico Pedro de Villegas infirió en la calle a un hermano del joven Calderón. La justicia perseguía al agresor, pero este logró refugiarse en el Convento de las Trinitarias Descalzas, situado cerca del lugar de la reyerta. Ante las insistentes llamadas del comediante, las religiosas abrieron la puerta y cobijaron al cómico. Al ver que ya se había roto la clausura, la justicia no tuvo empacho alguno en penetrar también en el recinto, donde, aparte de no dar con el fugado, en medio del fenomenal alboroto de las monjas, trataron brutalmente a las jóvenes Trinitarias Descalzas. [1]
Cuando terminamos con las monjas, jugamos a médicos y enfermeras, que es algo que siempre me ha gustado, aunque con Lisardo es más emocionante porque jugamos de verdad: nos tomamos la tensión, nos ponemos supositorios y lo que haga falta. Lisardo tiene una mirada extraña, un poco salida de sitio. Quiero decir que siempre está nervioso, pero eso me parece divertido porque así te ríes cuando se le caen las cosas de las manos. Algunas monjas, que son unas desagradecidas, le llaman el sapo, en lugar de llamarle por su nombre, Lisardo, que sería lo correcto.[2]
Desde este púlpito privilegiado, siendo yo un sapo normal y corriente que observa la realidad con mundano desapego no exento de un sentido trascendente de la vida, les digo, con la solemnidad que me otorga mi superlativa papada: que el ser humano, es decir, ustedes en general, son una tribu mentirosa y nociva, especialmente cualificada para la destrucción y la belleza, y que, dios mediante, se verá más pronto que tarde cómo aquellos de entre todos que clamen con más fuerza por sus derechos, son los más incapaces de construir una mínima base de sentido común apoyada en la concordia y el diálogo.[3]
¡Qué pena de mundo! ¡Que se lo lleve el diablo! Una especie, la humana, condenada a desaparecer: hace años que no se ven niños por ningún lado. Una sociedad entristecida y agotada, a punto de extinguirse, que parece que ya no tiene ningún atisbo de salir indemne de este bache consumista, que se ha convertido en su tumba. La esterilidad se extendió tan rápido que puede que sea yo el único que haya mantenido la capacidad de reproducirse. Si tuviera bastantes años menos y a alguien que, como yo, se hubiera mantenido aislado de esta plaga…[4]
Cuánto me gustaría hacer añicos el mundo y abandonarlo en una chatarrería.
Hablaré con claridad: reducirlo todo a un montón de escombros sin que pudieran ser recordados los monumentos de bronce.[5]
He decidido irme a otra parte del mundo y hacer algo por cambiarlo. Me voy a luchar con los indígenas de Guatemala. Creo que su lucha es la más digna y la más admirable de todas las luchas que se hacen y se deshacen. Luchan por algo bello e imposible, y su lucha, perdida de antemano, es lo que justificará mi vida.[6]
A las dos semanas volví a mi médico para las pruebas urológicas. Me tocaba revisión anual, pura rutina. No sé por qué después de lo ocurrido no cambié de especialista. Quizá porque estaba acostumbrado a él.
Nunca lo hacía, pero aquella vez quiso explorarme:
—Bájese los pantalones, abra las piernas y apóyese aquí. Es cuestión de un momento. Relájese.
Antes de darme la vuelta para someterme al tacto rectal, me pareció vislumbrar un extraño brillo en sus ojos y una leve sonrisa, casi una mueca, mientras se ponía un guante desechable y agitaba en el aire los dedos. Luego me aplicó vaselina.[7]
Ya no importa si fue ayer o hace diez años;
regresa la pasión medio desnuda
y sin dejarme mirar al espejo, se apodera de mí.
Solo los sentidos delimitan mi ser.[8]
Inocente, presa inconsciente del encanto subliminal del código de marras, me sumergí sin saberlo, embriagado por la piel en el viaje a Ítaca, sin hacer oídos sordos a las sirenas, engullido por Polifemo entre tus hercúleos muslos. Musitabas, te estremecías. Nadaban nuestros labios, palabra de diosa. Pasaron los años en minutos. Inmortal de necesidad, tus gemidos me traían al presente, susurrando, arqueándote. Nunca mi lengua había llegado tan lejos, sin ánimo de ofender.[9]
Ayer mientras hablábamos, hubo un instante en que advertí que no estabas ahí; cada vez tus paréntesis son más habituales, incluso has desarrollado un método para disimularlos, una sonrisa, un asentir con la cabeza y sales del paso como si nada. Lo sé, cada vez te interesa menos lo de ahí fuera, me repites que no tiene nada que ver conmigo, que me quieres, que no lo dude, la cosa no va por ahí, dices.[10]
—Pero ese señor, ¿no está casado?
—Pues claro, ¿conoces a algún senador que no lo esté? Pero ¿eso qué tiene que ver? Faustina, su mujer, opina como él: que ha perdido la juventud junto a un hombre gordo e insensible. Ella es madura pero no vieja. Tiene cuarenta años. Tenía dieciséis cuando se casaron y han engendrado cuatro hijos que les viven. La dama ha hecho méritos para tener un buen amante, pero hete aquí que es él quien quiere amores nuevos. Nada del otro mundo. En todas partes cuecen habas. [11]
Echaba de menos aquella conmoción diaria, el tsunami de dedos temblorosos que me precipitaba al vacío. Y después el declive suave, la lenta peregrinación de mis partículas. Mi cintura abreviada comprimía el momento y todo acababa en la calidez de un abrazo amplio y simétrico que se repetía cada amanecer.[12]
Lo que realmente te excita es comprobar cómo la presa se distingue de la manada, erigiéndose cazador, y se te acerca. Tú parpadeas, tonteas, te ofreces, dejas que te olisquee, asientes. Va a llevarte hasta el callejón guiándote con su mano apoyada en tu culo, para que el resto interprete que va a colgar tu cabeza en su pared; Se relamen envidiosos imaginado tu cara disecada con la expresividad de una muñeca hinchable y esa boca dibujando una eterna O.[13]
Termino aquí porque acabo de mirar de soslayo las estanterías de mi biblioteca y veo que Pinocho está bajando de su estante para follarse a madame Bovary… ¡Siempre madame Bovary![14]
[1] Jordi Balcells: https://lacharcaliteraria.com/que-ocurrio-en-el-convento-de-las-monjas/
[2] Perico Baranda: https://lacharcaliteraria.com/una-carta-desde-el-convento/
[3] Manolo Marcos: https://lacharcaliteraria.com/humedal-lacrimogeno/
[4] Javier Herrero: https://lacharcaliteraria.com/el-quinto-jinete/
[5] Elena Garnelo: https://lacharcaliteraria.com/anhelo/
[6] Lluís Bosch: https://lacharcaliteraria.com/mi-padre-en-semana-santa/
[7] Cayetano Gea: https://lacharcaliteraria.com/todo-mentira/
[8] Anna Benítez del Canto: https://lacharcaliteraria.com/en-el-frio-de-mis-manos/
[9] José Martín: https://lacharcaliteraria.com/sin-prolegomenos/
[10] Lolita Lagarto: https://lacharcaliteraria.com/hay-alguien-ahi-dentro/
[11] Pilar Pedraza: https://lacharcaliteraria.com/eros-en-el-triclinio/
[12] Dolors Fernández: https://lacharcaliteraria.com/intemporal/
[13] Montse Galera: https://lacharcaliteraria.com/vicio/
[14] Lázaro Covadlo: https://lacharcaliteraria.com/personajes-escurridizos/