Evaristo Bonachera fue un padre tardío. Contrajo matrimonio a la edad de cuarenta y siete años, cuando ya casi «se le había pasado el arroz». Y gracias a que se le cruzó en su camino la Maru, mujer con desparpajo y echá palante, que tomó las riendas del asunto y le obligó a posicionarse; que, si no, se hubiera quedado para vestir santos:
—Bueno, Evaristo. Creo que ni tú ni yo estamos para perder el tiempo, que ya vamos teniendo una edad. Arreglamos lo nuestro y nos casamos, o cada uno por su lado y aquí paz y después gloria. Tú decides.
Así se lo espetó una tarde que habían coincidido en el tanatorio de su localidad, donde asistieron al velatorio y posterior entierro de un amigo común. El lugar, desde luego, no era el más adecuado, pero había que tomar una decisión. Y él, mientras miraba el cuerpo yacente del amigo a través del cristal, tras reflexionar sobre lo efímera que es la existencia —cómo se pasa la vida y cómo se viene la muerte tan callando—, decidió sobre aquello que se le ofrecía en bandeja y, no teniendo ninguna razón de peso para negarse, tiró por la calle del medio y asintió.
Evaristo y la Maru tuvieron dos hijas mellizas. A una, con nombre de infusión más que de chica, la llamaron Melisenda; a la otra, Saligel, aunque sonara a producto para limpiar inodoros comprado en la tienda de los chinos. Dos días antes del bautizo, la Maru estuvo a punto de cambiarlo por el de Jéssica, pero, como parecía una marca de cámara de fotos japonesa, decidió dejar el nombre como estaba en un principio, más socorrido e indudablemente más higiénico. No había comparación. Además, de haberlo cambiado, seguro que los chicos acabarían llamándola «la Yesi». Y eso la mortificaba, puesto que sonaba a choni, a argot de macarras poligoneros y de gente ordinaria y soez. Véase un ejemplo:
—¿Sale la Yesi?
—Se está arreglando. Ahora baja. Cuidadito dónde os metéis y lo que os metéis, ¿eh?
Evaristo estaba muy orgulloso al ver día a día cómo crecían y prosperaban sus niñas, ya mocitas. Como quien dice, hasta ayer mismo eran unas mocosas que jugaban a las muñecas y ahora habían florecido y ya apuntaban maneras. Dos pimpollos: las niñas de sus ojos.
Evaristo no tenía pelos en la lengua:
—Te desvives por ellas mientras van creciendo —contaba a uno en el bar—, las crías con mimo y mucho cuidado, para que luego venga el gilipollas de la moto y se las tire.
Era su frase preferida. Un padre preocupado por la felicidad y la salud de sus hijas y que, llegado el día, podría encontrarse de frente con su rival, el niñato que solo pensaría en beneficiárselas y luego ya veríamos. A lo mejor todo acababa en una barriga y en un ahí te quedas. Pero contra eso que llaman amor, cuando quieren decir sexo, era difícil luchar. Y sabía que la suya era una batalla perdida. Ley de vida. Sin embargo, por si las moscas, convenía estar vigilante, no bajar nunca la guardia, que era temporada de caza y de mucho buitre suelto.
Y había algo de sobresalto en casa cada vez que las niñas se arreglaban y se disponían a salir a la calle de noche:
—¿Dónde se supone que vais a estas horas? —preguntaba la Maru algo inquieta.
—A darnos una vuelta por ahí. ¿Pasa algo? —contestaban al unísono.
—No me gusta que salgáis a estas horas y menos que habléis así a vuestra madre —intervenía Evaristo.
—Tampoco me gusta que os pongáis esa ropa tan llamativa y que os pintéis como pilinguis —añadía la madre.
—No seas antigua, madre. No vamos a hacer nada malo, descuida. Solo una vuelta, que estamos hartas de estar todo el día aquí encerradas viendo la tele o con el móvil.
—Vale, pero no vengáis tarde.
Al final tuvieron suerte: no hubo gilipollas con moto. Las dos mozas fueron precavidas y se ennoviaron con sendos chicos de buena familia, con gafas y con estudios, un poco tímidos pero educados y discretos. En el fondo bastante manejables, pensaba la Maru. Evaristo, sin embargo, creía que su preciado tesoro andaba en manos ajenas y, celoso perdido él, miraba de forma aviesa a los pretendientes, con una mueca consistente en media sonrisa y una ceja más alta que la otra. Y la mirada aquella no podía ser más elocuente en su mensaje: “Ojito con hacer daño a mis niñas, que os como los entresijos y os corto las pelotas”.