El quinto jinete

Escalofríos

Sí, recuerdo con cierta emoción aquellos tiempos en los que nuestras investigaciones nos estaban descubriendo nuevas maneras de afrontar el futuro. Maneras positivas, optimistas, sí. Era el explosivo inicio de la ingeniería genética y yo estaba de lleno en esa etapa, trabajando en uno de los laboratorios punteros del país, que es como decir uno de los más avanzados del mundo entero: un gran equipo, extraordinariamente bien abastecido, que estaba patrocinado por una gran multinacional de la alimentación y de muchas otras cosas más.

Tras largos y duros años de esfuerzos en mi preparación y de privarme de actividades propias de mi edad, acababa de terminar mis estudios en genética molecular y logré la licenciatura como biólogo con excelentes resultados, lo que me puso en primera línea para ser contratado por los más avanzados laboratorios. Poco tardé en formar parte de algunos de los experimentos que, de una manera u otra, iban a modificar el modo de vivir de la humanidad en su conjunto.

Fueron momentos apasionantes, sí; pero también, convulsos. La pasión me la aportaba mi trabajo, al que me entregué sin medida de tiempo y con verdadero afán, dados los continuos logros que alcanzábamos un día sí y otro también.

Sin embargo, muchas de nuestras experimentaciones se toparon de frente con la moral, la ética, la religión… creando un incómodo malestar general, frecuentes polémicas mediáticas y la sensación de estar trabajando en algo prohibido, en algo que debíamos ocultar a la sociedad.

Pasados los años, tengo que decir que aquellos temores tenían fundamento, aunque no en el sentido que planteaban los moralistas ni en lo que defendían la mayor parte de las asociaciones que se posicionaban en contra de la experimentación genética.

Sigo pensando, incluso hoy día, que nuestro trabajo estaba orientado hacia un buen fin, que nuestra vocación en el laboratorio se dirigía a conseguir mejoras constantes en el bienestar de nuestro mundo; en cualquier campo: nosotros con la genética y otros científicos buscando optimizar el irrefrenable consumo de los bienes finitos de nuestro planeta.

No, no fuimos los científicos los que pusimos en peligro el futuro. Los culpables fueron quienes sustentaban nuestros experimentos, los que nos financiaban con ingentes cantidades de dinero, los que pagaban nuestros descubrimientos, nuestros avances, los resultados que conseguíamos. Porque, sí, ellos siempre querían resultados, beneficios, altísimas ganancias que, en muchas ocasiones, escapaban a nuestro entendimiento y se situaban más allá de los simples números dinerarios. Sí, había otros intereses trabajando en nuestros laboratorios a los que nosotros, los científicos, éramos ajenos.

Por azar pude descubrir uno de los motivos que orientaban de manera oculta una de las líneas de investigación en la que yo participaba en aquel tiempo. Un despiste que me hizo regresar al laboratorio, ya vacío, a recoger algo que había olvidado, me permitió escuchar una conversación que habría preferido ignorar… aunque oírla es lo que me ha permitido estar escribiendo hoy esto.

Sí. Estoy dando testimonio de lo que originó nuestra actual situación. ¿Nuestra?… Bueno, no nos adelantemos. Sigo contando.

Por aquel entonces yo trabajaba en la modificación genética de determinados vegetales para que no desarrollasen, durante su germinación y crecimiento, ninguna de las enfermedades comunes a las distintas especies. Era algo que tenía un potencial económico incuestionable por la optimización del terreno cultivable y de los recursos destinados a la mejora de los resultados derivados de su producción. Pese a las reticencias mediáticas de muchos grupos de presión a la experimentación con alimentos, yo creía firmemente que esa labor repercutiría positivamente en la alimentación del planeta permitiendo una distribución más efectiva de las materias primas, reduciendo costes y globalizando beneficios, sobre todo para aquella inmensa proporción de la población secularmente azotada por la miseria, la hambruna y la desnutrición.

Sí. Sigo firmemente convencido hoy día de que nuestra labor, bien orientada, podría ser beneficiosa para el planeta.

De forma paralela y casi interconectándose unos trabajos con otros, diferentes líneas de investigación buscaban engordar los productos, limpiarlos de impurezas o, incluso, de molestias culinarias, como las semillas en los frutos. Esto derivó (o quizás venía directamente dirigido por ello) en un gran negocio internacional de semillas. A fin de obligar a su continua compra a los grandes emporios de la alimentación (como el que nos financiaba), se buscaban semillas que produjeran plantas estériles, es decir, irreproducibles por la misma planta, que no generaba semillas. Era como un usar y tirar, una vez realizaba la cosecha, se retiraba la planta para sembrar nuevas semillas que se debían comprar en esas grandes corporaciones.

No. Eso no me gustaba. Me pareció una retorcida (otra más) utilización de la ciencia para promover el consumo infinito; como, por otra parte, había venido ocurriendo siempre en el mundo capitalista en el que vivíamos. Así que, como me sucedió con tantas otras cuestiones de nuestra sociedad, aparqué mis conflictos éticos y continué con mi tarea investigadora.

Pero lo que escuché por casualidad aquella tarde me removió por completo. Sí. Confieso que me sentí asustado por lo que oí. Analicé y volví a analizar las palabras que, sin saber de mi presencia, pronunciaron en aquella habitación, supongo que altos directivos organizando los planes de investigación. Esa gente que, no siendo científicos, siempre ha condicionado a quienes investigamos y ha manipulado nuestro trabajo para el eterno provecho de las finanzas de la empresa.

Reflexioné mucho sobre aquella conversación. Sopesé las consecuencias que podrían derivarse de que lo que allí se dijo lograra sus objetivos con éxito. Imaginé todos los escenarios posibles que podrían surgir de ello. Y, sí, uno de ellos me aterrorizó.

Lo que en aquel cuarto se expuso venía a proponer una vía de trabajo para crear semillas estériles que se distribuirían a precios muy bajos a los países menos desarrollados. Si obviáramos la obscena obligación de comprar semillas para cada nueva cosecha, este desarrollo contribuiría a paliar el hambre de los habitantes más necesitados. Pero, además, los alimentos derivados de esas semillas tratadas genéticamente deberían mantener la capacidad esterilizadora. Así, contagiada con la comida elaborada con ellos, la población más pobre del planeta vería rebajada su fecundidad significativamente, paliando su alto crecimiento demográfico, y se lograría así un doble objetivo: mejorar la alimentación de esos miserables y reducir de paso su número, aliviando los conflictos globales que supone la pobreza para los gobiernos de los países ricos y, por ende, para las finanzas que gobiernan el mundo.

Imaginé un desarrollo imparable de esas semillas y de sus productos por todo el planeta de forma incontrolada, como en otros momentos de la historia ha ocurrido con determinados acontecimientos que han desbordado inesperadamente los reducidos círculos donde comenzaron.

Pensé que, de alguna manera, la naturaleza podría revertir nuestros hallazgos con alguna fortuita mutación o que la imaginación de los más necesitados podría hacer que esas semillas estériles consiguieran reproducirse en contra de los planes de las grandes corporaciones que las crearon. Entonces, sí, en ese caso, el resultado sería terrible. La esterilidad que albergaban los productos que de ellas se produjeran entraría en la cadena trófica de forma difícil de controlar y, en pocas generaciones, lo que quiso ser un gran negocio con repercusiones benefactoras podría convertirse en un cataclismo de proporciones bíblicas no solo para la vida humana, sino para el conjunto de la vida en la Tierra.

Desde aquel momento y tras intentar comunicar mis temores a otros investigadores sin convencer absolutamente a nadie, me dediqué a mí mismo y a mi familia y amistades más cercanas, quienes, por otro lado, con el tiempo, también hicieron caso omiso de mis apocalípticas previsiones.

Hace ya muchos, muchos años de aquellos temores que acabaron marcando mi vida. Desde entonces, hice lo posible por procurarme víveres que no procedieran de los resultados finales de aquellos funestos experimentos. Que, sí, se llevaron a cabo. Y, sí, con éxito. Se lograron semillas de las que germinaban comestibles directos o productos con los que se elaboraban alimentos preparados, de rápido crecimiento y barata producción que conseguían atenuar la fertilidad de quienes los consumían.

Como en toda experimentación, los efectos a largo plazo no pudieron apreciarse hasta que pasó mucho tiempo, hasta que se había convertido en una plaga imparable y catastrófica, largos años en los que mis negras predicciones iban haciéndose realidad de manera contumaz y con mucha más rapidez de lo que pude haber imaginado. No, no me equivoqué. Puede incluso que me quedara corto.

Los efectos de la esterilidad de las semillas resultaron acumulativos en el ser humano (afortunadamente para el planeta, esto solo ocurrió en muy pocas especies). En solo treinta años tanto los padres jóvenes como los hijos de estos que habían empezado a consumir esos alimentos se secaron, perdieron la capacidad de procrear. Lo peor de todo es que las actuaciones de quienes crearon este cataclismo no pudieron hacer frente a lo que dijeron que era un trastorno pasajero que se diluiría con el tiempo. O no quisieron. Ellos seguían llenando sus infinitos bolsillos con dinero y engordando de nombres sus agendas de influencias y poder. Otros, aprovechando la desdicha, trastocaron el daño que habían provocado los científicos en una suerte de maldición divina. Proliferaron las sectas, los santones de cualquier calaña, los descreídos y los fanatismos, enredando más si cabe el estado de letargo mental en el que se había zambullido la humanidad.

No, aquellos que provocaron la gran esterilidad y los que la pervirtieron y convirtieron en extrañas creencias no quisieron ver que acababan de dar corporeidad al quinto jinete del apocalipsis, un jinete nunca antes imaginado. No venía con hambre, ni guerras, ni peste, ni tan siquiera la muerte parecía estar entre sus dones. Muy al contrario, venía disfrazada de prosperidad, de alimentos baratos para todos, con beneficios ingentes para unos pocos pero con un cartel que anunciaba bienestar y mejora de vida para la mayoría de la humanidad.

Yo, por mi parte, seguí haciendo acopio de alimentos no perecederos tras comprobar que no procedían de esas semillas del diablo. Sí, me convertí con el tiempo en uno de esos extraños personajes que habitan en las periferias de la sociedad, en una personalidad obsesiva a quien los demás daban de lado. Como hicieron algunos temerosos en los años más intensos de la guerra fría, que se construyeron búnkeres bajo tierra o en lo más profundo de las montañas para protegerse de una eventual guerra atómica, construí un almacén que, con los años, fui engordando más y más con esos alimentos inocuos que pudieran darme de comer a mí y a los míos.

Pero los míos, mis hijos, se mofaron de lo que consideraban una paranoia de su padre y me abandonaron tan pronto se hicieron mayores, considerándome poco menos que un demente. Mi mujer fue la única que me siguió, no sé si por amor o porque realmente creía en mis temores. Pero murió muy joven. Pobrecilla. Falleció por la comida, pero no por aquella que yo temía. Como una ridícula y grotesca broma de la realidad, se intoxicó con unos alimentos en mal estado durante un viaje. Un absurdo y despiadado accidente que, además de provocarme un dolor inimaginable que aún siento profundamente, me aisló más si cabe del alocado devenir de la humanidad a mi alrededor.

Han pasado ya tantos años que observo hoy día a esa sociedad con tristeza, aunque sin sentimiento de culpa. Sí, avisé en su momento de mi catastrofista previsión pero todo el mundo me dio de lado, me ignoró en su insensata carrera por el consumo y los beneficios que la alimentación asegurada podría conllevar.

¡Qué pena de mundo! ¡Que se lo lleve el diablo! Una especie, la humana, condenada a desaparecer: hace años que no se ven niños por ningún lado. Una sociedad entristecida y agotada, a punto de extinguirse, que parece que ya no tiene ningún atisbo de salir indemne de este bache consumista, que se ha convertido en su tumba. La esterilidad se extendió tan rápido que puede que sea yo el único que haya mantenido la capacidad de reproducirse. Si tuviera bastantes años menos y a alguien que, como yo, se hubiera mantenido aislado de esta plaga…


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