—¡Pero si ni hemos tocado el timbre! —exclamó la madre cuando la puerta se abrió sola.
Tras comprarse un pequeño ático el hijo invitó a sus padres a visitarlo y pidió unas vacaciones. Llegaron a media tarde. Abrazó con ternura a la madre y con distancia al padre. Dijo:
—Son los sensores sobre la alfombrilla de la entrada.
En la mano derecha llevaba un mando del tamaño de un pan chapata con miles de minúsculos botoncitos.
—Apretando aquí se cierra, ¿veis?
La puerta se cerró con suavidad.
—¿Y la manija? —preguntó la madre.
—No hace falta. Así es más segura, mamá —repuso el hijo cogiendo las bolsas de viaje del suelo y guiando el camino al dormitorio.
—Esto está altísimo —dijo el padre.
—Más privado. ¿No crees? —contestó el hijo sonriendo.
Le dio al botón de hacer la cama y sobre ella colocó las bolsas. Entonces presionó más veces para cerrar la ventana y abrir los cajones de la cómoda.
—¿No hay tiradores? —preguntó la madre.
—En ningún sitio. Solo el mando —contestó el hijo.
Luego en el baño, a golpe de dedo, deslizó las mamparas de la ducha de izquierda a derecha, de derecha a izquierda e hizo desaguar el agua del lavabo en sentido contrario a las agujas del reloj.
—¿Ni grifos? —preguntó la madre.
—Tampoco —dijo el hijo abanicándose con el mando.
Con otro botón levantó la tapa del wáter que empezó a cantar una dulce melodía.
—Pues ya que estamos, aprovecho —dijo la madre entre risitas de orgullo.
Padre e hijo anduvieron a la cocina. El hijo apuntó al frigo en el que esperaban dos jarras heladas de cerveza y de ahí, con ellas en la mano, se acomodaron en el sofá del salón. Cuando la madre regresó el hijo accionó de nuevo el mando para reclinar a un mismo tiempo los respaldos de los asientos.
—Hijo, no he podido cerrar la tapa.
—A veces se bloquea —contestó este que, con avidez infantil, les mostró cómo desde el mando primero conectaba y luego desconectaba el teléfono, el ordenador, la tele y el estéreo. Cuando los niños de abajo empezaron a corretear lo insonorizó todo. Subió y bajó la lámpara del techo a varias alturas, cambió los colores del cuadro junto a la ventana y luego apagó la luz bajo el marco.
—¡No apagues la luna! —dijo el padre con una risa tensa mirando por los cristales de la ventana.
El hijo apuntó hacia la luna como si tuviera un revólver y se apagaron las luces del apartamento.
—En fin —se rio. Enseguida volvió a presionar el botón para darlas. Cuando el mando no respondió lo golpeó fuerte contra una mano.
—¿Qué pasa? —preguntó la madre.
—No sé. Es la primera vez que ocurre —dijo el hijo golpeando el mando contra la otra mano.
—Deben ser las pilas —añadió el padre poniéndose de pie y tendiendo un brazo a su esposa que con dificultad consiguió levantarse del sillón.
—¡Mira que eres antiguo! Estas cosas modernas no van a pilas —dijo ella.
—¿Pilas? —preguntó el hijo lívido de repente, blanco como una hoja de papel.
—¿Dónde tienes recambios? —preguntó el padre.
Cuando el hijo no respondió la madre hincó las uñas en el antebrazo que aún sujetaba de su marido para que cerrara la boca.
Nadie dijo nada más. Allí quedaron padre, madre e hijo a oscuras, oyendo la música relajante que cantaba el inodoro.
Al acabar las vacaciones alguien en el trabajo del hijo avisó a la policía. Los dos agentes que se personaron en la vivienda echaron la puerta abajo.
—¿Cuántos cadáveres esta vez? —preguntó el que vigilaba la entrada.
—Tres con el del baño.