—Oye, que me he perdido —dice mi hermana.
—¿Otra vez? —pregunto. Sé que no es culpa suya —. ¿Dónde estás?
—¿No te he dicho que me perdido?
—¿Y el GPS? —enseguida rectifico —. Olvídalo. Para el coche.
Oigo chirriar los frenos.
—Ya.
—¿Qué ves?
—Un taller mecánico.
No hay ningún taller mecánico en los tres kilómetros de distancia que separan su casa de la mía.
—¡Espera! —dice —. Se acaba de posar una paloma coja en el poste de la luz.
—¿Y qué?
—A papá le gustaban mucho las palomas cojas. ¡Es una señal!
Suspiro.
—¿Señal de qué?
—¿Y yo qué sé? —rezonga con un tono de reproche —. Si lo supiera… Pero va a pasar algo.
—Aparte del taller, ¿qué más ves?
—Nada. El letrero sobre la puerta: «El Soberano», como el coñac que bebía papá.
—Baja y pregúntales dónde estás.
—Están cerrados.
—¿A esta hora? Son las siete.
—¿Crees que es una señal?
Se hace un silencio corto.
Miro por la ventana y está lloviendo, como cuando murió papá.
Sé que va seguir buscando señales de papá que la orienten, pero ahora necesita a Cris.
Lo llamo. Él ya tiene su ubicación. Va de camino.
Gracias, papá.