La anterior vez que habíamos hablado había sido para contarme su última ocurrencia, la de abrir un bistró en un diminuto pueblo de la ribera navarra. Me lo contó por teléfono y con tanto entusiasmo que ¿quién era yo para sacarle aquella idea de la cabeza? Solo fui capaz de exclamar «¡qué valiente!» Por supuesto fui su primer cliente. Me llamó la atención la cantidad de detalles que había tenido en cuenta rememorando, imagino, sus años vividos en París: pequeño, acogedor y discreto en tonos chocolate y vainilla, con muebles de madera, luz indirecta y Jaques Brel de fondo. Sin glamour excesivo.
Una de las características de la cocina francesa es su refinamiento y mi tío, mon oncle, como me pidió que le llamara desde que abrió el bistró, intentó la sofisticación mediante el uso de ingredientes caros y escasos y apostando por una comida cercana a la haute cuisine. El menú estaba escrito en una pizarra y el maître (mon oncle) lo traducía ante la mirada perpleja de sus comensales: pescado a la Dugléré, soufflé relleno de lonjas de gallina a la crema, langosta a la parisiense glaseada con infusión de gelatina y trufas, pato a la rouennaise…Todo ello servido con ocho clases de vino. Existían productos franceses más fácilmente identificables; la baguette, el paté, los vinos o los quesos franceses, pero no tenían cabida en el Petit Paris que mi tío había decidido crear cerca de las Bardenas. Cada detalle estaba tan cuidado que incluso había pegado en la puerta un cartel que decía: “Tirez”.
Volví a los dos meses. Pasaba por allí y decidí entrar a saludar e interesarme por la marcha de su negocio. La gastronomía había ido reinventándose con el paso de las estaciones e incorporando a la cocina francesa productos como: cogollos de Tudela, espárragos de Caparroso o pimientos de Lodosa. Algo sospeché cuando al llegar a la puerta leí: “Tirar del Tirez”.