La intro de una canción ya cantada

Verdades enajenadas


Como cada noche, desde que ese pajarraco raro había obligado a todo el mundo a refugiarse en sus nidos, Clara estaba leyendo, recostada sobre su almohadón de algodón, Hambre de Knut Hamsun. La acompañaban su lamparita de lectura y su móvil.

El mundo escondido la sobrevolaba a las afueras de su cama. En su nido estaba ella, sola. Con su hambre. Había congeniado con tres o cuatro seguidos y seguidores de Facebook. Se habían acostumbrado a contarse sus cosas por privado. Sus alegrías, sus miserias, sus fortunas. Revoltijos humanos.

De repente, la distrajo ese «clin» tan disruptivo de messenger.  Recostó el libro abierto sobre su pecho y cogió el móvil pensando que podría ser un mensaje de Carlos, el antisistema; de Edurne, la coleccionista, o de Olvido, la poeta. No era de ninguno de ellos. Era de un desconocido: un tal Javier Gabriel. Fotógrafo. Al parecer, desde su nido, se había dado una vuelta por el perfil de Clara y con cuidadoso respeto y alevosa elegancia, pretendía hacerle saber lo mucho que le había gustado. No lo consiguió. Ella le dio las gracias y las buenas noches un poco decepcionada por no haber recibido una de las tantas divertidas disecciones inconformistas de Carlos; alguna de las impresionantes anécdotas artísticas de Edurne u otro de los dolorosos delirios de Olvido.

Volvió a tener Hambre. Apenas había leído tres líneas. «Clin». Otra vez Javier.

—Tienes uno de los muros más bellos que he visto en Facebook. Ha sido un placer.

—Placeres de la vida —dijo ella, sentenciosa.

Clara tenía la manía de desordenar las palabras para acallarlas. Javier le envió un corazón. La descolocó. Ese corazón le alimentó el hambre. Se le prendió imperdible en el pensamiento. 

Al día siguiente ninguno de los dos se atrevió a disrumpir el aislamiento del otro con ese estridente «clin». Lo hizo él a las ocho y diez. Al amparo de la noche. Al quinto mensaje ya se imaginaban sentados sobre cómodas butacas de diseño sueco, charlando en pijama, sosteniendo entre sus manos tazas de té. El Darjeeling los mantuvo despiertos, a palabras, hasta las seis.

Al día siguiente no hubo compostura: “Amor…”, dijo él. “Amor…”, dijo ella. “Ya respiro”, contestó Javier.  

Así transcurrieron, desde sus nidos sobrevolados, los siguientes 94 días. Sus excitantes vidas empezaban a las ocho y diez y se extinguían a las seis. Durante el día, las hormigas carnívoras les devoraban los estómagos hasta que llegaban los amores y el respiro al anochecer. Siempre a la misma hora. Las esperanzas por contar crecían día a día, las calenturas incontenibles, por las noches. Y siempre, ya fuera de día o de noche,  los rabiosos no aguantarse las ganas. Jamás hubo una llamada ni un audio ni una foto. No los necesitaban. Solo necesitaban palabras. Dos locos.

El tiempo pasó. Decían que el pajarraco había replegado sus alas. La pasión, entre ellos, exultaba. Decidieron recorrerse media España para tocarse las palabras.

Y aconteció el primer encuentro. A diez metros de latido seco, Javier. Su mirada desgarbada, ausente y dispersa. La de un puto artista egocéntrico. Ojos que veían un espectro, Clara. Su esencia. Vestida con una tira de negativo analógico. Seda moteada de sombra y luz. Sus manos tintadas de henna para que no le exudara la esperanza cuando las posara sobre su cara. Para que el haberlo encontrado no fuese para él cualquier prueba de una copia positivada sobre papel Ilford; para no convertirse en otra conquista enmarcada ni en el fade out de una canción ya cantada.