Hay que ser hijo de quien te ahíja

Verdades enajenadas


Cuando no sabes quién eres, te puedes permitir el peligroso despilfarro de ser quien quieras. Esa fue mi arriesgada apuesta hasta que me lo ganó todo la vesania.

Mes de septiembre del año 1990. Sevilla. Elegí Sevilla en septiembre porque, en septiembre, Sevilla es una ciudad cualquiera. Como lo era yo. Y porque septiembre es el mes siete, como siete habían sido las veces que mis pies habían caído sobre un suelo cada vez más difuso. Hasta siete veces les había preguntando; hasta seis más una; hasta cinco más dos. ¿Soy hija vuestra? ¿Soy hija vuestra? ¿Soy hija vuestra?… De la combinación de siete mentiras piadosas, se obtiene una proposición categórica, universal afirmativa. Creo que se lo oí decir a Aristóteles en otra vida.

Estaba como al inicio. Sin saber quién era. En el mes de septiembre y en una ciudad cualquiera. Elegí ser Emmy Hennings. Me corté el pelo, Me vestí de negra seda y anduve por la noche a solas, sobre botines abotonados, abrazada a un cuaderno vacío.

Aquellas botas contrahechas, de segunda mano, me llevaron hasta la barra de un bar de la calle Sierpes. Un local mustio y mugriento, cubierto de exvotos ortopédicos para el recreo de los ojos del visitante extranjero. Allí conocí a un mexicano. Era un hombre alto, moreno, apuesto, estudiante de cine, culto e ingenuo. Nos miramos.

—Diego.

—Palmira.

No sé por qué siendo Emmy, le dije que era Palmira. Quizá por las ruinas que me habitaban. Quizá por la Zenobia en la que me iba a convertir. Nos bebimos el tiempo y nos mentimos las vidas. Salimos de aquel vertedero de cartón arrullándonos como gatos. Me dejé volar hasta el camastro de su pensión. Nos amamos como se aman los cuerpos encarnados: como almas solitarias. Me abracé a él hasta que le llegó el sueño. Y entonces me escurrí en mis botines abotonados, me cubrí de negra seda. Abandoné el cuaderno vacío sobre las sábanas. Me deslicé hasta la puerta de la habitación, agarré con fuerza el pomo y giré la cabeza, de pelo corto, para mirar, por última vez, a aquel visitante extranjero que se había recreado en mis exvotos ortopédicos. Anduve el amanecer a solas. Volví a ser cualquiera.

Cuando no sabes quién eres, te puedes permitir el peligroso despilfarro de ser quien quieras.

Después de eso, la vesania y la contrición.

Hay que tener un suelo bajo los pies desnudos. Hay que ser hijo de quien te ahíja. Hay que construirse una identidad, aunque sea convirtiendo siete mil piedades en una mentira verdadera.