A veces la vida no te sabe vivir

Verdades enajenadas


Siempre me ha aburrido la vida. No la he sabido vivir. Esa verdad enajenada, me la revelaron los patos de un estanque a los cuatro años. Nos situamos en Ronda, en primavera. Una madre, haciendo de madre. Una niña de mente inquieta y palabra ciega. Las tardes de la infancia. Todas iguales.

En la alameda hervían los críos chillones y golosos. Las madres alborotaban, gregarias y chismosas, sobre bancos de piedra húmeda y respaldo de filigrana enredada. Madres descuidadas, haciendo de madres entregadas. Siempre había un quiosco, verde carruaje, velando por los niños revoltosos. Y yo ahí, en medio, quieta. Observando. Preguntándome qué carajo les provocaba a todos tanto entusiasmo. ¿El salto al vacío de las palomitas? ¿El chisporroteo de los Peta Zetas? ¿El por todas mis compañeras y por mí primera? ¿Qué?

Agotada por el tedio y abotargada por mis pensamientos, caía rendida contra la filigrana enredada sin importarme lo húmedo que la piedra húmeda me pusiera el culo. Cuatro años de vida y sin saber qué hacer para engancharme a ella. Eso era todo lo que había en mí. Mi madre, preocupada y ocupada por entretenerme con alguna ocupación, ponía sobre mis manos una fiambrera de arroz cocido para que se lo echara a los patos. Accedía por compasión. Le cogía la mano, mientras sostenía con la otra aquel trozo de plástico lleno de arroz frío y pegajoso. Desganada. Absurda. Nos acercábamos al estanque. Un estanque de agua verde sucia, artificioso. Lleno de patos comunes, afables. Pekín americano. Y fue en aquel momento, en aquel preciso y decisivo momento, mientras intentaba despegarme los granos de arroz de mi pequeña mano, cuando aquellos patos, ávidos de atención y de caridad aprendida, me enseñaron lo aburrido que era vivir, siempre esperando.

Dejé que se vaciara la fiambrera, sin soltar la mano de mi madre. La miré y le sonreí, con la sonrisa más impostada que una niña de cuatro años pudiese interpretar. Al volver a casa, madre satisfecha, niña sombreada, pensé en Rilke, en Hemingway y en Orson Welles. Había oído hablar de ellos a mi padre. En Ronda se hablaba de personajes así. Encerrada en mi cuarto de hija única, adoptada, me preguntaba cómo podría encontrar entusiasmo una niña que no sabía leer. Una niña que lo único que deseaba era cobijar su alma «bajo cualquier objeto perdido, en un rincón extraño y mudo».

A veces pienso que ha sido la vida la que no me ha sabido vivir.