Cuando a Josefa la mordió un vampiro, me llevé un disgusto. El operario de la funeraria dejó su cadáver encima de la mesa del comedor y me entregó un sobre que contenía una estaca reglamentaria y un papelito doblado con las instrucciones de uso.
—¿Qué hará, señor Manuel? —me preguntó el operario, con interés aparentemente sincero.
—No lo sé —dije yo, pues en verdad no lo sabía. Tengo que contemporizar.
—Lo entiendo —dijo él asintiendo con la cabeza—. Es un dilema. Recuerde que tiene tres días antes de… —En lugar de terminar la frase, imitó a un muerto incorporándose con las manos cruzadas a la altura del pecho y luego se mordió el labio inferior con los dientes de arriba al mismo tiempo que abría los ojos de par en par.
Le di las gracias y una pequeña propina, y lo acompañé hasta la puerta. De vuelta al comedor, me serví un vaso de leche y me senté con la estaca sobre las rodillas. Ni siquiera la empuñé. Dejé una lamparita encendida, por si acaso Josefa resucitaba antes de lo previsto, y me fui a la cama.
Por la mañana no observé ningún cambio. Josefa seguía quieta como una estatua sobre la mesa del comedor. Sin embargo, al tocarla me pareció que estaba un poco menos fría que la noche anterior. Había empezado la transformación. Me fui al trastero a buscar unas cuerdas y la até de brazos y piernas. Me obligué a afrontar la situación en toda su crudeza. Por un lado, podía clavarle la estaca en el corazón. Pondría fin a más de cuarenta años de matrimonio, pero evitaría que Josefa se convirtiera en vampira. Por el otro, podía intentar adaptarme a los cambios que ella inevitablemente experimentaría si yo no hacía nada para remediarlo. No hice más avances. Me fui al supermercado, hice las tareas domésticas y vi una película de vaqueros.
Al día siguiente Josefa se puso a sudar a mares y, de vez en cuando, tenía unos espasmos en los pies, que le retorcían los juanetes de un modo muy desagradable. El tiempo apremiaba. Josefa recuperaría la consciencia en breve. Y si no era capaz de clavarle la estaca cuando todavía parecía muerta, difícilmente podría hacerlo después. Al final, creo que me pudo la pereza. Guardé la estaca en el cajón de la cubertería. Pedí a mi vecino Rafael que me ayudara a tapiar las ventanas, instalé un ataúd en el cuarto de los invitados y compré un garrafón de sangre de cordero en el matadero municipal.
Cuando Josefa resucitó al tercer día, me miró perpleja.
—¿Por qué estoy atada, Manuel?
—Te mordió un vampiro.
—Ah, qué pena.
—Ya.
—¿Y ahora qué?
—Pues nada. Eres una vampira.
Josefa se lo tomó bastante bien. Nunca había sido de quejarse. Antes de desatarla, le pedí que jurara que no me mordería. Josefa lo hizo a toda prisa porque llevaba tres días sin hacer pis. Esperé a que saliera del baño para llevarla al cuarto de los invitados, donde le mostré el ataúd que había construido con mis propias manos. Aunque me agradeció el detalle, me di cuenta de que le parecía cutre. Además, me había quedado tan estrecho que solo podía acostarse de lado. Acordamos que dormiría dentro del armario ropero, colgada de una percha, hasta que ahorrara lo suficiente para comprarle otro ataúd más digno. La sangre de cordero tampoco le gustó. La mitad se había coagulado y el resto la hizo vomitar.
—Necesito sangre fresca, Manuel.
—Sube al coche. Te llevaré al bosque para que puedas cazar.
—Me apetece correr. ¿Me adelanto y tú me sigues?
Dicen que los vampiros son muy rápidos. No sé si Josefa era un vampiro paradigmático. Según el velocímetro del coche, superó los cincuenta kilómetros por hora, pero le costaba mantener el ritmo. Al llegar a la carretera general, le pegué un bocinazo y le dije que subiera al asiento del copiloto para no provocar un atasco.
Con el tiempo aprendimos a ajustar su dieta. Los roedores calmaban su sed durante unos días. Los jabalíes y los ciervos, un par de semanas. Y la vez que le hincó el diente a un patrullero, que quería ponernos una multa por habernos saltado un ceda el paso, estuvo casi un mes sin comer.
Lo que no conseguíamos aplacar era su apetito sexual. Parecía una gata en celo frotándose contra las esquinas. Desde que era vampira tenía la piel más tersa y los pechos hinchados como globos, pero, siendo estrictos, seguía siendo fea. Hacíamos el amor una vez al día. A mi edad, intentar ir a por el doblete es una pérdida de tiempo. Lo hacíamos siempre por detrás, porque cuando Josefa se excitaba, perdía el control y soltaba dentelladas.
Una noche me despertó un grito procedente del comedor. Salí corriendo de mi habitación. Mi vecino Rafael estaba agonizando en el sofá. Josefa se había encerrado en el baño. La pobrecita estaba llorando.
—¿Qué ha pasado, Rafael? —le pregunté temiéndome lo peor.
—Tu mujer me ha mordido.
—¿Dónde?
Rafael estaba muy pálido. Josefa lo había dejado seco como un bacalao. Haciendo un último esfuerzo, Rafael apartó las manos de sus genitales. Tenía las marcas de unos colmillos en la base del pene.
—Alma de cántaro… —le dije meneando la cabeza —. A Josefa no puedes ponerle un caramelo en la boca.
—Ya lo sé, Manuel. Me perdió la lujuria.
Abrí el cajón de la cubertería.
—¿Qué prefieres? ¿Muerte o vampiro? —le pregunté sosteniendo la estaca.
Rafael era muy aprensivo. Eligió muerte. Le clavé la estaca en el corazón y me fui al baño a consolar a mi mujer.