Me despierto abatido por partida doble. Primero, porque esta noche he soñado que se me movía un diente hasta caérseme, y aunque trataba de disimularlo, todo el mundo acababa sabiéndolo. Y segundo, porque se trata de una pesadilla tan trillada que, a estas alturas de la película, más que miedo, me da pereza. Aun así, me paso la lengua por los dientes como un cateto para asegurarme de que todavía tengo todos los piños en su sitio.
Me doy la vuelta. Rosa no está. Cuando me acosté, tampoco estaba. En su lado de la cama hay algunos cabellos, y las sábanas emanan su olorcillo inconfundible. Así que debió de regresar a casa de madrugada. Aguzo el oído. A lo lejos se oye el rumor de la ducha.
Me pongo mi viejo batín color mostaza y voy a la cocina. Todos mis días empiezan igual: con un par de tazas de café solo de verdad. Sin leche, ni azúcar, ni sacarina, y en silencio. Mi cafetera se lleva regular con los fogones de inducción, que se encienden y se apagan emitiendo un chirrido muy irritante. Antes tenía una cocina de gas butano que funcionaba estupendamente, pero Rosa me convenció para cambiarla por este chisme posmoderno, que tan solo sirve para estropear la carne, cuando se vino a vivir conmigo. Casi echo más de menos poder comerme un filete como Dios manda que los cuatro polvos diarios que echábamos por aquel entonces.
Rosa sale del baño envuelta en una toalla y con el pelo estirado como una cortina. Aunque ha echado un poco de tripa, sigue siendo bonita a su manera. Pasa por mi lado sin decirme nada. Sabe que es mejor esperar a que haya terminado mi ritual de la mañana.
Mientras lo hago, analizo el estado de las uñas de mis pies. Una de tantas putadas de envejecer es que, por más que te acerques o te alejes, no consigues enfocarlas. De repente, Rosa se arrodilla entre mis piernas y se queda mirándome de un modo muy raro. No soy un lince en lo que a emociones se refiere, pero hasta yo me doy cuenta de que está a punto de echarse a llorar. Inclino la silla hacia atrás. Hay un par de maletas a los pies de la cama.
⎯Tenemos que hablar…
¡Bingo!
Lo que viene a continuación es el típico discurso de quien trata de romper una relación de pareja como si fuera un artificiero desactivando una bomba de relojería. Prefiero las rupturas en caliente, con gritos, insultos y tirándote los platos a la cabeza. Romper por las buenas me parece un final indigno de una verdadera historia de amor. Aunque debo decir a su favor que, en lugar de acusarme de todos nuestros males como un fiscal de opereta, aborda la ruptura desde un plano estrictamente personal.
Me pongo cómodo para escucharla, y durante los primeros compases consigue atraparme, pero rápidamente pierdo el interés. Hay una evidente falta de pulso narrativo. Alarga de forma exasperante algunas nimiedades y, por el contrario, pasa de puntillas sobre algunos temas fundamentales (disculpadme que no os diga cuáles). Pero lo peor de todo es que acabo reconociendo, muy a mi pesar, que está siguiendo, punto por punto, las etapas del jodido viaje del héroe. Últimamente te encuentras esta estructura dramática hasta en los anuncios de cerveza. En su caso, la parte del retorno consiste en su deseo de recuperar la esencia de aquella chiquilla alocada, que se reía por cualquier tontería, después de haber superado la epopeya de aguantarme durante tantos años.
⎯¿No vas a decirme nada? ⎯me pregunta poniendo fin a su verborrea.
Me tomo mi tiempo. Dudo que volvamos a vernos. Así que solo dispongo de una bala, y no quiero fallar el tiro.
⎯¿Cómo se llama? ⎯le pregunto como si no me importara.
⎯¿Cómo se llama quién? ⎯repite estupefacta.
⎯El otro. Ya lo sabes. Siempre hay otro. O tal vez sea otra. No serías la primera a quien le da por hacerse bollera pasados los treinta.
Rosa se pone roja de rabia. Definitivamente, el enfado le sienta mejor que la carita dulce de “te dejo tirado como una colilla, pero me gustaría que siguiéramos siendo amigos”.
⎯¡Eres imposible! ¡Pensaba que no podría hacerlo, pero me lo estás poniendo muy fácil!
⎯No hay de qué, bonita. ¿Quieres que te pida un taxi?
Rosa me arrea una bofetada. Ahí me ha pillado desprevenido. Los que dicen que ya no se abofetea como antes, no han recibido una derecha de Rosa.
Me froto la mejilla. Ella agarra las maletas y sale al rellano. Me acomodo en el marco de la puerta. La escena se alarga tanto que se vuelve ridícula. Oficialmente, ya hemos roto. Y, gracias a mí, hemos roto mal. Pero todavía tendremos que soportarnos hasta que el vecino que tiene bloqueado el ascensor, unos pisos más arriba, termine de descargar las bolsas de la compra. A juzgar por la demora, el tío ha vaciado el supermercado.
Cuando por fin llega el ascensor, le miro el trasero por última vez. Si hubiera jugado mejor mis cartas, podría haber rascado un polvo antológico de despedida. Lástima que ya sea demasiado tarde para proponérselo. Agarro el pomo de la puerta como si fuera a cerrarla de un portazo, pero la cierro como siempre. La cerradura va tan dura que me habría rebotado contra la cara. Ahora que lo pienso, tendría que engrasarla.
Desde que Rosa se ha ido, el piso se ha vuelto tan silencioso que hasta puedo oír el eco de mis pisadas. Voy al baño a echar una meada y, mientras me ducho, aprovecho para hacerme una paja en su honor.
Después, me siento en mi butaca, donde paso más de una hora reflexionando acerca de cuál debería ser mi próximo movimiento. Podría emborracharme como un adolescente despechado, quedar con algún amigo para darle la lata con el cuento del pobre tío abandonado o irme de putas. Todas las opciones tienen sus pros y sus contras. Además, no son mutuamente excluyentes. Pero se trata de un ejercicio estéril. Me conozco lo suficiente para saber que al final no haré nada. Es lo que se me da mejor: no hacer nada. Bueno, no hacer nada y opinar. Opinar también se me da bastante bien.