El bello Eloy

Extravagancias


Más que guapo soy bello. Lo digo sin ánimo de presumir, pues sé perfectamente que del mismo modo que nací bello como un dios griego, también podría haberlo hecho feo como un murciélago con mocos (hay vídeos en Youtube; no los busquéis; son asquerosos). Sin embargo, ocultaros algo tan obvio que salta a la vista tampoco tendría sentido.

Imagino que más de uno habrá arrugado la frente pensando: “bueno, bueno, tío fatuo, seguro que no será para tanto”. Dudar es humano. Así que estáis en vuestro derecho. Pero si quedáramos, por ejemplo, en una cafetería, veríais que, allá donde voy, hechizo el ambiente. De repente, se produce un silencio tenso. Los bocadillos o las tazas de café se quedan congelados a medio camino de las bocas abiertas. Algunos me miran con deseo. Otros, con envidia. En lo que no hay discusión es que todos creen que soy el típico ligón que puede acostarse con quienquiera. Pero hasta hace muy poco sucedía justo lo contrario. Cualquiera podía acostarse conmigo. Bastaba con pedírmelo. No sé por qué resultaba tan fácil llevarme a la cama. Follar me gusta, como a todo el mundo, supongo. Pero lo mío era tan exagerado que por fuerza tenía que haber algo más que simple vicio; quizá un espíritu de solidaridad obrera o un retorcido complejo de culpa, quién sabe. El caso es que cuando alguien me ofrecía sus encantos me sabía fatal darle un chasco. En lugar de eso, asentía obediente, poniendo cara de pillín. Y lo que venía después, con su parte de mecánica y su parte de gimnasia, ya os lo podéis imaginar.

Para mí era algo rutinario. Venía haciendo lo mismo desde los tiempos de mi despertar sexual, en la adolescencia. Mientras mis amigos se partían los cuernos por una sonrisilla y un número de teléfono, que podían ser falsos, yo me quedaba en la barra de la discoteca, bebiéndome un San Francisco la mar de tranquilo. Por término medio, me pescaban antes de cinco minutos. A partir de ahí era cuesta abajo sin frenos. Si la chica quería un rollito, nos besábamos y magreábamos por debajo de la ropa. Si quería pasar a mayores, se la metía hasta el fondo. Si concluía que lo nuestro iba en serio, me convertía en su novio. Cuando más adelante cambiaba de opinión, asumía el papel del exnovio comprensivo al que siempre podía recurrir para apagar un calentón o superar un bajón de autoestima. En definitiva, mi polla parecía una atracción de feria, hasta el punto de que algunas amantes me presentaban otras mujeres que también querían subirse a los caballitos.

Mis amigos se burlaban de mí llamándome gigoló. Que quede claro que no tengo nada en contra de los gigolós; a fin de cuentas, una profesión tan digna como cualquier otra. Pero follar por dinero me parece un poco triste. Lo mío era distinto. Aceptaba lo que el destino ponía en mi camino sin hacerle ascos a nada. Y, seguramente, así habría seguido, hasta que la ley del mercado me hubiera jubilado, de no haber sido por Lourdes.

La conocí el verano pasado, en un bar de copas donde yo trabajaba de camarero. Aunque tengo mala memoria, recuerdo esa noche con pelos y señales. Recuerdo, por ejemplo, que yo vestía mis pantalones blancos favoritos y que Lourdes se abalanzó sobre la barra, como un elefante en una cacharrería, rompiendo un par de vasos.

—¡Eh, tú, guapetón, prométeme que me darás tu esperma cuando descongele mis óvulos!

El piropo me hizo gracia, por original. Con gracia o sin ella, le dije que se apartara. Estaba borracha y podía cortarse con los cristales. Después de recogerlos, le serví las copas que me había pedido para ella y sus amigas. Hasta aquí todo bastante normal. Pero Lourdes no hubiera pasado por una persona normal ni queriéndolo, y eso que físicamente era del montón: caderas anchas, cintura estrecha, pechos pequeños, cara larga, pelo liso. Como os decía, del montón. Sin embargo, respiraba tanta autenticidad que me pasé toda la noche riéndome con sus payasadas y los disparates que me soltaba cada vez que venía a por otra ronda de cubatas. Cuando bajé la persiana, la vi sentada en un bordillo, esperándome.

—¡Padre de mis hijos, saquémonos una foto juntos para que los nenes te conozcan!

Accedí a ello luciendo mi sonrisa de anuncio de dentífricos.

—Acércate un poco más, no seas tímido —me dijo rodeándome la cintura —. Tengo los brazos cortos y no quiero cortarte los ricitos. A ver, con sentimiento. Piensa que es para el álbum familiar. ¡PA-TA-TAAA!

En la primera foto salimos de frente. A partir de la segunda, se veía a Lourdes haciéndome una revisión bucodental completa. La tía iba a fondo, y estábamos en la calle, por lo que propuse irnos a mi casa. Lourdes paró un taxi. Una vez puestos en faena, me echó uno de los polvos más sucios de mi largo historial. Entre el pedo que llevaba y las ganas que me tenía, hizo de mi cama una ratonera y me pasó por encima como una apisonadora.

—¡Qué bueno estás, por Dios! —me decía comiéndome a besos —. ¡Echemos otro polvo, Eloy! ¡Venga, chúpame las tetitas, que ya he visto que te pone!

Por la mañana seguimos dale que te pego, aunque de un modo más civilizado. Después de ducharnos, me preguntó si tenía planes. Le dije que tenía el día libre.

—¡Genial! —dijo dando palmas —. ¿Qué te gusta hacer aparte de hacer el guarrete?

La pregunta me pilló desprevenido. Evidentemente, hago más cosas aparte de follar. Me machaco en el gimnasio, juego en una liguilla de fútbol-sala, voy de compras al centro comercial, veo pelis y series… Pero ella no se refería a este tipo de actividades que, si no las haces, tampoco pasa nada. Por su forma de mirarme, entendí que había apuntado más alto, a las pasiones esenciales, esas que te definen como persona. Una pregunta a priori sencilla que, sin embargo, me dejó completamente en blanco.

—¡Ay qué desperdicio! —dijo Lourdes leyéndome la mente —. ¿Eres sosete? ¿Verdad?

Al oírselo decir, lo vi más claro que el agua. Ya no era que hasta entonces no hubiera hecho nada digno de mención, sino que ni siquiera podía nombrar una sola afición que me apasionara de verdad. La imagen que me vino a la mente fue la de un cascarón vacío arrastrado por la corriente. Incluso llegué a plantearme si realmente me gustaba tanto follar o lo hacía principalmente para satisfacer las expectativas de los demás.

—¡Sosete no! —gimoteé con toda mi alma —. ¡Soso de cojones!

Lourdes trató de consolarme con unas palmaditas en la espalda.

—No llores, Eloy. Hagamos un trato. Tómate el tiempo que necesites para buscarte y encontrarte. Cuando lo hayas hecho, me llamas. ¿De acuerdo, guapetón?

Me apuntó su número de teléfono en un papelito y se marchó, dejándome solo, en casa, con un vacío existencial como la copa de un pino.

¿Qué podía hacer para llenarlo? De tanto estrujarme el cerebro, acabó doliéndome la cabeza, pero me dio igual. Seguí pensando y pensando hasta tener un plan perfectamente definido. Primero, me matricularía en la carrera de humanidades aprovechando una beca para mayores de veinticinco años. Las letras nunca me habían interesado, pero por algún sitio tenía que empezar, y no me veía haciendo ciencias. Segundo, me pondría gafas. Apenas tengo una dioptría, pero me dan un toque intelectual; además, me sientan muy bien. Por último, dejaría de acostarme con la primera que me enseñara las bragas. No he llegado al celibato, pero casi, casi.

Desde entonces ha pasado algo más de un trimestre. De momento, todavía no he llamado a Lourdes. Como dijo el otro día en clase un profesor: “quien no sabe lo que busca, no entiende lo que encuentra”. Y yo todavía estoy en la fase de “conocerme a mí mismo”, aunque esto de ir citando aforismos como un loro tampoco me parece que denote mucha personalidad. Aun así, no pierdo la esperanza. Confío en que, más pronto que tarde, me sentiré preparado para llamarla y contarle quién soy y qué es lo que quiero. Ojalá me dé una oportunidad. Tengo la corazonada de que Lourdes podría ser la mujer de mi vida. Ya sé que apenas la conozco. Podría tratarse de una bruja insoportable o una loca de la colina. Por muy raro que suene, a veces me sorprendo deseando que sea lo peor de lo peor, pues si soy capaz de mandarla a tomar por culo, porque sí, porque yo quiero, porque considero que me merezco algo mejor, será la prueba irrefutable de que ya soy un hombre de verdad. Un hombre un poco gilipollas, no lo niego. Pero un gilipollas con criterio. Y tener criterio es fundamental, ¿no os parece?


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