Braulio y el estado

Extravagancias


Hola, buenos días. Hoy me dirijo a todos ustedes para romper una lanza a favor del Estado Español. Según mi experiencia, el mejor de todo el mundo. Aunque también podría decir el peor, pues no he vivido en ningún otro. Así que no puedo comparar, y eso que siempre quise irme a Singapur (con ese nombre, tiene que ser muy bonito), aunque solo fuera para poder decir: “Vivo en Singapur”, que suena a magia y especias.

Volviendo al Estado, aquí, en mi pueblo, hay mucha gente que le tiene manía (en el campo somos muy ácratas). Sobre todo, por los impuestos y tal: “que si me ha quitado esto, que si ahora me quiere quitar aquello…”. Y yo siempre les digo lo mismo:

—El Estado es como una vaca. Si quieres que te dé leche, algo tendrás que darle, ¿no?

—¿Y a ti qué te ha dado, Braulio? —me contestan (Braulio soy yo) —. ¿Estudios?

Ahí me callo. Estudiar, lo que se dice estudiar, estudié poco. De salud voy bien, gracias a Dios; jamás he pillado un catarro ni he ido al médico. Carreteras no tenemos. Pero, total, ¿para qué las queremos? Entre lo que desbrozan las cabras, las ovejas y el Eusebio, que se nos ha hecho vegetariano, nuestros senderos parecen autopistas (y sin peajes). Aun así, estoy convencido de que el Estado no me fallará cuando lo necesite de verdad.

Pongámonos en el peor de los escenarios. Imaginémonos que la Menchu, mi Menchu, me dejase por otro. Pues yo sé que ese día el Estado vendrá a mi vera y me dirá:

—Vámonos al bar, Braulio, que te invito a unas copichuelas.

—Te agradezco el detalle, pero esta noche no tengo ganas. Lo de la Menchu me ha dejado hecho polvo…

—¡Que le den por culo a esa zorra! No te merecía, Braulio. ¡Tú eres un tío cojonudo!

—¿Lo dices en serio, Estado?

—¡Pues claro que sí! ¡Arriba ese ánimo! ¡Arriba Braulio!

—¡Arriba!

Por suerte, todavía no ha llegado ese día. Así que mi Menchu sigue siendo una santa, y bestia… Fijaos si es bestia que arranca las patatas y las cebollas con los dientes. El huerto lo ara a mano. Y no solo con las uñas. Cuando hace frío también usa los pezones.

—¡No seas burra, mujer! —le grito —. ¡Usa el arado!

—¡No, que se ensucia!

—¡Y los pezones, ¿qué?! ¡¿No se te ensucian?!

—¡Ya, pero después me los limpias…!

Así que, ¡hala, venga a tragar tierra! Pero, bueno, dicen que es rica en potasio. Así que de falta de potasio no me moriré. De exceso, tal vez…

Hablando de la Menchu, la primera vez que conocí al Estado en persona fue cuando nos emancipamos para irnos a vivir juntos. Aquella noche llamaron a la puerta (nuestra casita es la que tiene los geranios de color azul cobalto (yo tampoco me lo explico)).

—¡Braulio! —me llamó la Menchu —. ¡Aquí hay un señor que dice que es el Estado!

Fui a ver. Efectivamente, había un señor bajito, medio calvo, con su bigotito y su maletín con el membrete de la Agencia Tributaria. A todas luces era el Estado. Lo invité a pasar. Nos pusimos a charlar del tiempo, la cosecha, las reses… En fin, la típica charla de salón. El caso es que el tío no se iba.

—¿Le pongo un plato en la mesa? —me preguntó la Menchu cuando fue la hora de cenar.

—Pues claro. Somos gente hospitalaria. Y sírvele el doble de lo que comamos nosotros.

Pero el Estado se negó. Cuando la Menchu iba a servirle la sopa de arroz y fideos con el cucharón, le dijo que ya se serviría él la parte que le correspondía por ley. Uno por uno, contó los granos de arroz y los fideos. Hechas las cuentas, se sirvió el cuatro por ciento de todos ellos. Después, pesó el caldo con una báscula de precisión.

—Espabila, Estado —le metí prisa —, que la sopa se está enfriando…

—Ya va… —decía él mientras trasvasaba el diez por ciento con una cucharilla de café.

Con el pollo y los postres hizo exactamente lo mismo.

—¿Y no te vas a quedar con hambre?

—No os preocupéis por mí. Haced como si yo no estuviera.

—¿Y no vas a brindar con nosotros para celebrar que ya somos población activa?

Ahí me di cuenta de que al Estado lo que le tira de verdad es el vicio. En cuanto descorché el champán, ni cuatro ni diez por ciento, ¡me arrimó su copa pidiéndome el veintiuno!

—Por cierto, ¿fumáis? —nos preguntó con el mechero en la mano.

—No.

—Lástima…

Tanto la Menchu como yo pensábamos que, tarde o temprano, acabaría yéndose a su casa. Pero la sobremesa se iba alargando y el tío seguía atornillado a la silla. Nosotros teníamos que madrugar, que las vacas no trasnochan. Así que le dijimos que nos íbamos a la cama.

—Por supuesto, tortolitos —dijo el Estado.

Y para allá que nos fuimos los tres.

—Creo que quiere meterse en la cama con nosotros… —me cuchicheó la Menchu al oído mientras el Estado medía nuestra cama con una regla —. Dile algo…

—¿Y qué le voy a decir? ¡Es el Estado!

—Ya… ¿Pero no te parece raro?

—¡Qué sé yo! ¡Tú pregúntame de vacas, que de leyes no entiendo!

Nuestra cama es de metro diez; espacio más que suficiente para una pareja con ganas de encontrarse. Pero, claro, no habíamos previsto que ahora seríamos tres.

—Me tocan veintitrés centímetros —concluyó el Estado, marcando su parte del colchón.

—¿Y vas a caber? Si quieres, duermo en el sofá…

—¡Cómo vas a dormir en el sofá! ¡Estás en tu casa!

—Vale. Entonces —dije tumbándome hacia la Menchu —, buenas noches, amor mío.

—Buenas noches, cariño —me dijo ella.

Luego me giré hacia el Estado, que ya se había tapado con las mantas hasta la punta de la nariz (aquí las noches son frías).

—Buenas noche, Estado.

—Buenas noche, Braulio. ¿Apago la luz?

—Apágala, apágala. Y disculpa si te doy la espalda…

—Descuida. Dulces sueños.

—Amén.

Desde entonces lo tenemos metido en casa. Y no solo a él. Una vez al año viene a vernos su primo de la Generalitat de Catalunya:

Amic Brauli, vinc a cobrar-te l’impost sobre els vehicles contaminants!

—¡Qué alegría, Jusep! —A los entes locales puedes llamarles por su nombre de pila—. Vámonos al cobertizo.

Tengo un Land Rover de segunda mano que conseguí a cambio de una gallina ponedora (mal negocio; pierde aceite y ni siquiera pone huevos). El caso es que el Jusep cada año se lleva un cachito como si fueran los fascículos de un coleccionable. Un año se lleva el ambientador. Otro, una bombilla de recambio de los faros. Y yo siempre le digo lo mismo:

—¡No seas tímido! ¡Llévate el volante o el cambio de marchas! Total, yo nunca lo uso. Voy tirando con el borrico.

Llavors, per què no el dones de baixa?

—Porque, entonces, ¿qué sería de ti?

Al oírlo, el Jusep se emociona. En el fondo es como un niño grande pidiendo a gritos un abrazo. Aunque también tiene su carácter. Sobre todo, cuando habla del Estado:

I recorda, Brauli —me alecciona siempre al despedirse — Espanya ens roba!

—Pero también hace, Jusep. También hace…

Tard i malament! Nosaltres ho faríem més d’hora i més bé!

—¿El qué? ¿Hacer o robar?

El que sigui millor per Catalunya, Marta! —Yo tampoco sé quién es Marta—. Fins l’any vinent! Adeu-siau!

—¡Eah!

Tiene un salero el Jusep… A ver si consigue la independencia. Solo por lo que nos íbamos a reír ya tiene ganado mi voto.

Mientras tanto, seguimos con el Estado, al que, por cierto, habíamos dejado arrebujado bajo las mantas de nuestra cama. Y es que, por fin, ha llegado el momento de contaros lo que todos estabais esperando (que no os dé vergüenza, cuando leo una novela yo también me salto la paja y voy directo al mondongo): ¿qué hace el Estado cuando la Menchu y yo hacemos el amor? Pues lo mismo que hace siempre. Llevarse su parte.

Pongamos que le pego un morreo a la Menchu. Pues acto seguido viene el Estado y le da un piquito. Con el magreo y el sexo bucal, igual. O no tan igual. A la Menchu, que como dice mi suegro: “será fea, pero tiene las tetas muy gordas”, le aplica la tasa de artículo de lujo. Y no se pilla un codo o un tobillo, no. El tío se pone morado con la santísima trinidad del cuerpo femenino: tetas-culo-coño. A mí, en cambio, na de na… Ni una chupadita, ni un lametón. Ya no digamos un mordisquito de esos tan sabrosones. Y todo porque, según dice, a los huevos les corresponde la tasa de impuesto superreducido…

—¡Superreducido lo será tu padre, Estado!

Pero no hay manera. A lo máximo que llega es a un escupitajo mal tirado, casi sin mirar, como si le diera cosita… Pero, en fin, si no te gustan las leyes, te aguantas (haber votado mejor). Y ahora, con vuestro permiso, tengo que dejaros porque ha llegado mi turno de metérsela a la Menchu.

Antes solía empezar yo. Después se la metía el Estado según el tiempo que había durado el coito (lo cronometraba). Pero la Menchu nos pidió invertir el orden porque yo soy muy bruto y el Estado, que es más delicado, le sirve de calentamiento.

—¿Cuánto crees que vas a durar hoy? —me pregunta el Estado para hacer la estimación del tiempo que puede zumbarse legítimamente a la Menchu.

—Voy muy cargado, Estado. De los tres minutos, tres minutos y medio no paso…

—Seamos optimistas. Digamos tres minutos y medio, ¿vale? Eso me daría a mí cuarenta y cuatro segundos y pico, si no me equivoco, que podríamos redondear hasta los cuarenta y cinco. ¿Estás de acuerdo, Braulio?

¡Y sin calculadora! ¡Todo mental! Por más veces que lo vea, siempre me quedo con ganas de preguntarle cómo lo hace. Pero, claro, no es el momento… Para llegar al orgasmo en cuarenta y cinco segundos hay que ir al sprint. ¡Tendríais que verlo! ¡Parece un conejo! ¡Pá-pa-pá-pa-pá-pa-pá-pa-pá!

No tiene otra. Sabe perfectamente que, agotado su tiempo, entraré con todo haciendo el salto del tigre desde la cómoda que tenemos a los pies de la cama. Porque uno tributa lo que le toca. Pero tributar de más, ¡eso sí que no!

—¡Apártate, Estado, que voy a despegar como un cohete!

—¡Espérate, Braulio! ¡Dame una prórroga que ya casi estoy!

—¡No me pidas que me detenga! ¡Soy como una bomba atómica a punto de estallar!

—Siempre te pasa igual, Estado —interviene la Menchu —. Al principio te entretienes y luego no te da tiempo de terminar…

—¡No me distraigas, Menchu!

—¡A la de tres voy! —empiezo la cuenta atrás.

—¡No! —dice el Estado.

—¡Sí! —celebra la Menchu, agarrándose a los barrotes del cabezal para ponerse en modo pista de aterrizaje.

—¡¡UU-NAAA!!

—¡Estoy llegando…!

—Dice que está llegando, Braulio.

—¡¡¡DOOOOOS!!!

—¡Ya casi lo tengo…!

—A mí todavía me falta…

—¡¡¡¡TRES!!!!

—¡Ay!

—¿Me la has metido, cariño?

—Yo diría que… ¡Estado, te dije que te apartaras! ¡Te has quedado emparedado como la mortadela de un bocadillo!

—¡Uy, uy, uy! ¡Pupa, mami…! ¡Me has reventado, Braulio…!

—Tranquilo, Estado. Eso es porque no estás acostumbrado. A los pobres siempre nos dan por culo y nunca nos quejamos. Tampoco voy a engañarte: al principio duele un poco, es verdad. Pero después cada vez duele menos. Hasta que al final ya entra suave, suavecito… ¡y da un gustirrinín!


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