El francotirador aguarda durante los actos, al otro lado de la calle.
Una niña, sin aliento después de la carrera, irradia calor y ramos de flores, como cuando se planchan las prendas delicadas de seda. Ella maldice al francotirador. En la ventana, él pudo ver una hermosa tormenta y las palabras como los aleteos de un paraguas, bajo el sol y el viento de la mañana.
De vez en cuando, ella mueve la cabeza hacia atrás, violentamente. Se conoce bien: mueve su pelo y endulza el aire. La belleza, siempre próxima, nunca se pierde en una media sonrisa. Sabe muy bien que hacernos felices no le cuesta nada. Esa media sonrisa incluso destierra en hexágonos su mirada glacial.
El aire olía muy fuerte en mi juventud, cuando cada bulevar conducía al fin del mundo, cuando la vida aún no estaba raída como un proverbio. Ahora va, dejando ternura a medida que llega la hora de buscar tiempo en los cielos en los que pululan los copos de nieve. Y así desaparece, pero no la brisa ligera, soplando sorprendentemente, a través del calor de una noche de San Juan.