A los chavales que vienen a preguntarme les digo siempre lo mismo: que sí, que es verdad, que de caballero andante se liga más. Pero eso no quita para que también les advierta de los sinsabores de la profesión y que les repita, una y mil veces, que, si tienen la oportunidad de estudiar, estudien. Si, aun así, insisten en querer seguir mis pasos, entonces les recomiendo que sean previsores. Porque a poco que te descuides, y no nos engañemos, todos los aventureros somos unos irresponsables, tus días de gloria quedarán atrás sin que hayas ahorrado un céntimo para el retiro.
Es como un jarro de agua fría. Te despiertas un día, después de haberte corrido una juerga como tantas otras, pero esta vez es distinto. No es que estés hecho polvo, es que das pena. El cuerpo molido, la cabeza embotada, las mallas te aprietan, la armadura no te cierra, el escudo te pesa y una vocecilla en tu interior te dice que hasta un trol de mierda te pondría en apuros. Llegados a este punto, tienes dos opciones. La primera, negar la evidencia y seguir adelante, como si nada hubiera cambiado, hasta que la realidad te ponga en tu sitio (habitualmente, bajo tierra). La segunda, asumir tanto tu declive como la necesidad de darle un golpe de timón a tu vida. Yo, que me considero un tipo listo, acepté que, de ahora en adelante, tendría que usar un arma más sutil que mi espada para ganarme el pan. Exacto, lo habéis adivinado: usaría la polla. ¡Pegaría un braguetazo!
Por aquel entonces, tenía abiertas las puertas de las mejores casas de los reinos mágicos. Mis gestas habían perdido el frescor de la novedad, pero todavía conservaban el brillo suficiente para que reyes, nobles o burgueses podridos de dinero (como podéis ver, apuntaba en múltiples direcciones, pero siempre con sentido) me suplicaran que animara sus veladas contándoselas otra vez. A la hora de hablar de mí mismo, no me hago de rogar. Satisfacía sus peticiones y, cuando ya estábamos bien mamados, me inclinaba hacia sus oídos (en lo que respecta a oídos, reyes, nobles y burgueses podridos de dinero son absolutamente indistinguibles), y entonces les confesaba el verdadero motivo de mi visita.
Hay que ver lo rápido que se pasan los efectos del alcohol en cuanto le confiesas a un suegro potencial que estás sin blanca. Uno tras otro, me dieron con un canto en los dientes, salvo el rey de Bronsteim, que me citó para la mañana siguiente.
Como saben todos los que han estado en Bronsteim, se trata de un villorrio sin encanto. Y en cuanto a la princesa Luz del Mediodía, bastará deciros que los que sienten afecto por ella, la llaman Lucecitas; los que alguna vez han intentado hacerla razonar, Pocas Luces; y los criados, que sufren a diario su mal carácter, Eclipse Total. Pero ¿acaso tenía alternativas? ¡No! Tendría que echarle huevos, con perdón. Aunque, para un tipo que se ha cargado a un dragón de cuatro cabezas, echarle cuatro polvos a una lerda, a cambio de una corona, parecía pan comido.
Mi audiencia con el rey de Bronsteim fue muy breve. Resumiendo, me dijo que podría cortejar a su hija si le traía la legendaria espada de diamantes que los enanos custodiaban en lo más profundo de sus galerías subterráneas.
Hasta ese día no había tenido la ocasión de tratar con ningún miembro de esa raza laboriosa. Conocía, evidentemente, los tópicos que se cuentan acerca de ellos: que son bajitos, testarudos y valientes. Unos tópicos que, ya dentro de la galería, fui confirmando uno por uno. Los muy tapones no querían entregarme la espadita de los palotes ni por las buenas ni por las malas. Así que no tuve más remedio que darles una lección práctica de que el tamaño importa, y no poco, a la hora de batirse. De hecho, si no llega a ser por su piel, extraordinariamente dura, habríamos tenido que lamentar más de una desgracia.
—¡Ríndete, piernas largas! ¡Es tu última oportunidad! —me dijo con chulería el último enano que me faltaba por zurrar—. Soy Brom, hijo de Bord y nieto de Bor. La espada de diamantes me pertenecerá mientras viva. Y cuando muera, le pertenecerá a mi hijo Brut…
Le pegué un puntapié que lo habría mandado a la luna si no hubiéramos estado a cubierto. Agarré la espada de diamantes y me largué de allí a toda prisa (no soporto los espacios cerrados).
—¡Devuélveme mi espada! —gimió Brom arrastrándose dolorido hasta la salida.
—Ni aunque pegaras un salto llegarías a cogerla —le contesté subiéndome a mi caballo.
—¡Ahora verás! —dijo Brom flexionando las rodillas para coger impulso.
Apenas se despegó del suelo.
—Súbete a un taburete y te cortaré las orejas —me despedí picando espuelas.
Me sentía eufórico. Había peleado tan bien que llegué a replantearme mi retirada. Pero mi ánimo se enfrió al ver que Brom estaba persiguiéndome a la máxima velocidad que le permitían sus patitas. Aquello no me gustó ni un pelo. Sólo hay una cosa peor que perder un combate; vencer a quien no acepta la derrota.
—¡Arre, caballito, arre!
Galopé sin descanso hasta que las murallas de Bronstein me rodearon por los cuatro costados. El palafrenero me echó la bronca porque había reventado al caballo. Le cerré la boca como un señor, diciéndole que pronto sería el príncipe de Bronstein y podría hacer lo que me saliera de los huevos.
El rey de Bronstein me recibió con los brazos abiertos. No vivo dentro de su cabeza. Así que no puedo deciros cuál era el verdadero motivo de su alegría, ¿poseer la legendaria espada de diamantes o quitarse de encima a la solterona de su hija? Sea como fuere, cumplió su palabra y me dio su bendición. Invité a Luz del Mediodía a dar un paseo por el bosque para ir adelantando los preparativos de la boda.
—Párate aquí —me dijo cuando llegamos a orillas de un riachuelo.
La ayudé a descabalgar. La princesita pesaba como un tonel de amor en conserva. No tendría problemas para encontrar unas buenas agarraderas cuando quisiera darle un achuchón. Le ofrecí mi brazo, pero Luz del Mediodía se tumbó sobre la hierba y se levantó las faldas.
—Déjate de tonterías y fóllame.
—¿Estás bromeando?
—Mi madre me hizo jurar en su lecho de muerte que no me casaría con un hombre que no me hubiera montado. Si no, pasa lo que pasa. Las noches son muy largas en Bronstein.
La sugerencia de que el rey de Bronstein no daba la talla, me hizo reír. Me desnudé a la velocidad del rayo.
—Ahora verás que soy un semental…
—Deja de fanfarronear y métemela…
No tengo nada en contra del aquí te pillo, aquí te mato. Pero, sinceramente, todo tiene un límite. De vez en cuando, se agradece una caricia o una palabra de ánimo. Porque ponerte así, en modo tronco, como hizo Luz del Mediodía, esperando que el otro se encargue del resto, además de injusto es desalentador.
No seas quejica y tíratela, que te estás jugando la pensión, reflexioné mientras me echaba encima de ella.
—Te huele el aliento —me acusó Luz del Mediodía, apartándome la cara.
¡Pues anda que a ti! —pensé—. Tranquilo, tigre. Respira hondo. Un polvo normalito y a casita.
—¡Ay! —me quejé al recibir un tortazo de buenas a primeras.
—Tengo los pezones muy sensibles.
Por supuesto, vida mía… ¡¿Y por qué me arreas una coz en lugar de decírmelo, so burra?! No te despistes —me dije—, que te está costando. Cierra los ojos. Busca el contacto corporal. Así está mejor… Piel contra piel… Retozando… En el fondo, todos somos unos cerdos. La belleza es un accesorio. De lo contrario, la humanidad se habría extinguido hace siglos. Por ahí vas bien… Ya tienes el ariete listo… Abre los ojos y mírala. A ver qué carita pone cuando la empales…
¡¿Brom?! Encontrarme al hijoputa del enano, sonriéndome como un sabiondo mientras se asomaba por detrás de la cabellera desordenada de Luz del Mediodía, literalmente me mató, como mínimo de cintura para abajo.
—¡Devuélveme mi espada! —articuló Brom sin emitir ningún sonido.
—¡Que te pires! —gruñí cabeceando como un toro furioso.
—¿Lo dices en serio? —me preguntó Luz del Mediodía, que no se había enterado de nada, ni por parte de Brom ni tampoco, lamentablemente, de la mía.
—Dame un segundo, querida.
Me levanté de un salto y me llevé a ese enano entrometido, agarrado por el pescuezo, hasta la otra orilla del río, donde mantuvimos un aparte, ocultos tras un seto.
—¡Déjame en paz, pesado, y regresa a tu madriguera!
—¡Devuélveme mi espada!
—Ahora le pertenece al rey de Bronstein. Acéptalo. Te la quité de buena ley.
—¡Me importan un bledo los reyes y las leyes! ¡Tú me la quitaste y tú me la devolverás!
—¿Y si no, qué?
—Pues aquí me tendrás: a todas horas y en todas partes. ¡Siempre!
Brom parecía un tipo sincero. Por un momento me imaginé viejísimo, en mi lecho de muerte. En mi ensueño no aparecía Luz del Mediodía, que, según me informaron mis concubinas, había tenido el detalle de caerse, hacía muchos años, por un precipicio. Sin embargo, Brom seguía revoloteando como un moscardón reclamando su maldita espada. Tenía que evitar que esa parte de la profecía se cumpliera. Agarré a Brom de la pechera y lo hundí bajo el agua. Algunos lo llamarán asesinato. Yo prefiero llamarlo caridad humana. Nos ahorraría una vida de mierda a los dos. Aunque tengo que reconocer que Brom no parecía demasiado conforme. Cada vez que aflojaba el brazo, su horrible cabezota salía a flote para repetirme:
—¡Devuélveme mi espada!
—¡Serás pelmazo! ¿De veras quieres una espada?
Volví al prado, donde había dejado mis cosas. Luz del Mediodía se había marchado llevándose el caballo. Después hablaría con ella. Antes le daría a Brom su merecido.
Como he dicho previamente, la piel de los enanos es durísima. Me tiré más de una hora, erre que erre, para serrarle el cuello. Acabé de sangre verde de enano hasta la coronilla. Arrancarle la cabeza a Brom ha sido lo más asqueroso que he hecho en la vida. Y, creedme, tengo un historial que os pondría los pelos de punta. Pero, por fin, cuando aún no se había apagado el eco de la última vez que me había dicho: ¡devuélveme mi espada!, el melón de Brom rodó por la hierba húmeda del atardecer, haciéndose un silencio súbito, como si el universo entero se hubiera quedado sin aliento. Inmediatamente después, los pájaros volvieron a cantar.
A la mañana siguiente me puse a tocar una balada bajo el balcón de Luz del Mediodía.
—Déjate de gaitas y sube a mi habitación, semental.
Me pareció oír un tonillo burlón en su voz. Imaginaciones mías, seguramente. Pues, al entrar en su habitación, la hallé desnuda, en la cama, con las piernas separadas como un libro bastante tocho abierto justo por la mitad. ¡Qué desespero, Lucecitas! Sólo faltaba un letrero con una flecha. Salté a la cama hecho una fiera. Le haría el amor con tanto vigor que removería el castillo de Bronstein hasta sus cimientos y desplazaría sus muros hasta invadir Fossenburgo (el reino de al lado). Estaba convencido de mis posibilidades. Había pasado la noche en vela practicando con una aldeana y no se me había bajado la picha ni un segundo. Estaba en plena forma. Y, además, focalizado. Nada me distraería. Ni siquiera aquella sombra que había detrás de la ventana… ¡No la mires! ¡Céntrate en Lucecitas! ¡Tiene que tratarse de una ilusión! ¡Es imposible! ¡No puede ser que…! ¡Oh, mierda…! ¡¿Hay un jodido enano pegando sus mocos contra los cristales?! Soy bastante bueno leyendo los labios. Así que, pese a no oírle, entendí perfectamente lo que el enano intentaba decirme con sus muecas:
—Soy Brut, hijo de Brom y nieto de Bord. Ahora que Brom ha muerto, la espada de diamantes me pertenece a mí. ¡Devuélveme mi espada!
Me dejé caer rendido sobre el cuerpo caliente de Luz del Mediodía.
—¿Te importaría si salgo un momentito, amorcito? Había olvidado que tengo un asuntillo urgente. Volveré en un suspiro. Ya verás qué bien lo pasaremos…
—Ya, semental…
La mala bestia me echó a patadas de su habitación. Me vestí en las escaleras y me reuní con el enano en el patio de armas.
—¿Puedo hacerte una pregunta personal, Brut? —le dije yendo directo al grano—. ¿Tienes hijos?
—Sí, dos. Preciosos —me contestó el enano —. ¿Por qué lo preguntas?
—Simple curiosidad. Por cierto, Brut, en el caso improbable de que sufrieras un terrible accidente, Dios no lo quiera, pero digamos que palmaras, ¿tus hijos heredarían tus derechos sobre la espada de diamantes?
—¿Cómo lo sabes? ¿Eres experto en derecho enano?
—Aprendo rápido ¾me resigné —. Dame cinco minutos y te devolveré la espada.
—No sé si debería fiarme de ti…
—¿Cómo no vas a fiarte del tío que le cortó la cabeza a tu padre?
El muy tacaño me concedió apenas un minuto, tiempo suficiente para liarme a hostia limpia con el rey de Bronstein y su guardia personal, robar la espada de diamantes, devolvérsela al enano y salir por piernas de Bronstein.
Desde entonces no he vuelto a tener tratos con los enanos y soy persona non grata en Bronstein. No les guardo rencor. Entiendo sus motivos. A nadie le gusta que le quiten una chuchería de la boca. Pero, antes de terminar, me gustaría hacer un par de aclaraciones, sobre todo pensando en las princesas que estéis en edad de merecer. La primera, que las calumnias que Luz del Mediodía ha vertido sobre mí y, más concretamente, sobre mi virilidad, son rotundamente falsas. El pajarito me canta tan bien que hasta las putas me devuelven mi dinero, con lágrimas en los ojos, después de cada actuación. Y si no me creéis, venid a la posada, donde estoy alojado a cambio de fregar los platos, y veréis lo que vale un peine. Ahora bien, y ahí va la segunda aclaración, si para conseguir vuestros favores, tengo que verme envuelto en algún asunto turbio con enanos de por medio, ya os podéis olvidar de mí. Lo digo en serio. La vida es demasiado corta para ir desperdiciándola como un idiota juntándote con gente desagradable. Aplicaos este consejo, que nunca me agradeceréis lo suficiente, y os irá (de hecho, nos irá a todos) mucho mejor.