Cuando era pequeña me gustaba saquear la biblioteca de mi abuelo, a la hora de la siesta veraniega y de mi libertad de movimientos por la casona de la calle de la Plata, mientras todos dormían. Contenía esta, entre otras maravillas, la colección completa de la revista semanal ilustrada Alrededor del Mundo (1899-1930), encuadernada en negro y oro. Constaba de muchos tomos, algo desmejorados por el tiempo y por la humedad, como los de su vecina de estantería, la enciclopedia Espasa. Sus curiosas ilustraciones me fascinaban y siempre acababa leyendo los textos de los artículos.
Ya por entonces, a los once o doce años, me encantaban los asuntos tenebrosos. Siempre he ignorado porqué. Solo los comprendía a medias, pero prendieron y se conoce que se quedaron en mi alma, medrando como plantas salvajes. Los curiosos y a veces macabros grabados de Alrededor del Mundo, delineados a buril, eran de un realismo detallista y minucioso, casi como una fotografía, pero más cercanos al ojo por su exquisito trabajo de trazos. Me producían tanto deleite como escalofrío. A menudo, sobrecogida cerraba el volumen, pero al día siguiente volvía a buscar con febril ansiedad las cabezas de los guillotinados de Géricault, de un artículo dedicado a la pintura de ejecuciones, o a los pormenores del naufragio del ballenero Essex.
Uno de los artículos que más frecuentaba era un reportaje sobre las Torres del Silencio parsis de Irán y de la India, ilustrado con grabados excelentes que invitaban a tener ensoñaciones tan atroces como dulces. Supe que los parsis, fieles de la religión zoroástrica —de la que después supe que lo eran también Freddy Mercury y Zubin Mehta—, consideran abyectos a sus muertos. Tradicionalmente se deshacían de ellos de manera tal que no contaminaran ninguno de los cuatro elementos. Para ello, los exponían desnudos en las terrazas de dichas torres, situadas en colinas lejos de las ciudades habitadas por los vivos. Los colocaban en tres hileras circulares concéntricas —hombres en la exterior, mujeres en la central y niños en la interior—, y los dejaban a merced de los buitres. Estas enormes aves sagradas limpiaban el cuerpo de vísceras, y de carne sus huesos. La gran bandada negra, antiguamente muy numerosa, podía mondar un muerto en un par de horas. Pasado un tiempo, los sacerdotes y la familia volvían y, si su difunto estaba mondo y limpio de corrupción gracias a la ayuda de los depredadores celestes, recogían su osamenta blanqueada por el sol, la machacaban y arrojaban los restos a pozos, cuya agua corriente las llevaba al mar.
El hermoso nombre de Torres del Silencio fue invención tardía. Se lo puso en el siglo XIX un funcionario británico a las que había en la India. Actualmente queda un conjunto importante en Bombay, en el llamado cerro Malabar de la parte alta y rica de la ciudad. Es una gran construcción de piedra gris rodeada de bosquecillos y jardines y dotada de siete torres, donde los parsis devotos todavía practican sus ritos funerarios ancestrales. El resto de la comunidad utiliza la sepultura o la cremación corrientes, en parte porque los grandes buitres sagrados son animales en vías de extinción por causa de su envenenamiento por Diplofenaco, un antiinflamatorio y anestésico que se utiliza en personas y animales. Este medicamento, muy extendido pese a sus efectos secundarios, se acumula en los riñones de los buitres, que no pueden procesarlo, y les produce un fallo renal.
En mi juventud conocí a un ayudante de forense de una Facultad de Medicina que trabajaba con cadáveres y preparados anatómicos, y le llamé en un artículo “buitre sagrado”. Se enfadó mucho, pero no era mi intención ofenderle, sino por el contrario destacar el valor de su oficio, que ejercía con singular pericia y pasión.