
Salgo de mi barrio de parados, pensionistas y empleos precarios mal pagados. La Ciudad de las Ciencias es un insulto a esta ciudad y a este barrio marginal que la tiene al lado, un monumento a la corrupción y una vergüenza que se conozca a Valencia por esta aberración megalómana perpetrada por políticos ineptos de partidos anclados en el fascismo. Edificios de tramoya futurista urdidos por un arquitecto mediocre que ha dejado su blanca huella de obispo pedófilo por donde la globalización capitalista lo ha llamado.
Monteolivete, mi barrio, acaba por el sur en una línea de torres de doce pisos de obra social donde se hacinan familias que viven de subsidios y ayudas y que toman latas de cerveza de un euro en las terrazas de los bares chinos que hay en cada esquina. Eso sí, doce latas al día, lo que cuesta un Bloody Mary en Ruzafa o Salamanca.
Detrás de estos monolitos está la línea de separación con las construcciones nuevas en anchas avenidas llenas de NH y AC, y apartamentos vacacionales por días. Hay bares de diseño con menús a quince euros y cervezas importadas por toda esta parte que limita irónicamente con la Ciudad de la Justicia y acaba en el centro comercial El Saler con todas las tiendas tópicas de logotipo y la sensación al entrar de que podrías estar en cualquier ciudad de Europa.
Al volver al bar de María, la china, pido un tercio de Estrella Damm y los demás me miran como a un esnob y siguen hablando de las chapuzas del día cobradas en dinero negro que ni siquiera son verdad, y, aunque entre ellos lo saben, hay una presunción tácita de veracidad como la de los agentes de policía en los juicios penales. Le pido un cigarro a Wander, el brasileño, y les invito a todos a una lata para calmar mi conciencia. Charly, el taxista, es el único que me dice: «Gracias, caballero». Pero la cerveza me sabe más amarga que nunca.
(Imagen del autor).