Bevete più latte!

A la vuelta de la esquina

Para Manuel Campos

Entre los cuchitriles de los bajos del Mercado Central destaca la librería de lance de mi amigo Diógenes. Este curioso establecimiento, llamado el Tonel, se encuentra entre los antiguos locales salvados de la piqueta municipal, gracias a un contencioso durante la rehabilitación del presuntuoso edificio modernista. El Tonel es un tabuco o madriguera diminuta, forrada de libros viejos, papelotes y grabados —algunos, interesantes y valiosos, arrancados de libros barrocos—. Exhala un intenso tufo a papel viejo, humedad e insecticida. Pego la hebra frecuentemente con Diógenes antes de entrar en el mercado. A la salida no, no vaya a ser que se me descongele la merluza, que este tío te coge y ya no te suelta. Es una máquina de la memoria del barrio.

Le hallé apilando revistas antiguas cuando le di los buenos días, dispuesta a disfrutar un ratito de su conversación, que rebosa de sabiduría y erudición popular.

—¿Qué, Diógenes, poniendo en orden los materiales? —le pregunté.

Llevaba un jersey que yo no conocía, bastante limpio pero con bolillas de lana producto del paso del tiempo. Es uno de esos calvos coronados desde las orejas por una melena rala y crepuscular de canas como alambres, que lleva recogida en la nuca por una goma atada en forma de pequeña coleta como el rabo de un cerdillo. En la penumbra del cuchitril, tiene la cara de un cuadro de Rembrandt y habla como si leyera un texto situado frente a él, un poco por encima de su cabeza.

—Pues sí. Voy a deshacerme de estos Interviús que no me caben y que no le interesan ya ni a quien los parió. Antes era distinto. Los libreros nos peleábamos los lunes por acaparar unos cuantos para revenderlos, porque se agotaban enseguida y los pagaban bien. Algunos, pero que muy bien.

—¿La gente, además de novelas de Corín Tellado y de Marcial Lafuente Estefanía, le compraba a usted revistas? —pregunté echando mano de mi memoria juvenil, cuando el proletariado y los huertanos leían novelas de vaqueros, y no había hipsters que se las quitaran de las manos a las editoriales pijas, como gran descubrimiento de la cultura occidental.

—Sí, sobre todo los peluqueros. Tú vas a la peluquería Amparigües, la de la Lonja, ¿verdad? Pues la madre de la actual Amparigües era una de mis mejores compradoras. Se surtía aquí de lectura y entretenimiento para sus clientas.

—Lo entiendo, no hay quien soporte una permanente o un tinte sin el alivio del couché.

En esto entreví al fondo de la caverna, como surgiendo de las ruinas de una Enciclopedia Espasa, una figura indefinida.

—Tiene usted compañía. Le dejo.

—Ah, no te preocupes —dijo—. Es un espectro.

—¿Un qué?

—Un espectro inofensivo que se me cuela de vez en cuando y se pasa las horas muertas, nunca mejor dicho, ojeando revistas porno, que voy a tener que tirarlas porque ya lo único que hacen es ocupar espacio. Se llama, o se llamaba, señor Salustio. Junto con la Amparigües, fue un buen cliente mientras vivió, el pobre. Estaba en el asilo. Tenía ochenta años cuando empezó a comprar revistas de destape, en los años setenta, cuando lo de la censura. Y en grandes cantidades, no creas. Yo le dije un día, con la mosca detrás de la oreja, pero en broma, de buen rollo, como decís ahora:

—Pero, señor Salustio, ¿para qué quiere usted tanta mujer en bolas, a su edad? Menudas juergas debe correrse…

«Ah, no, hijo, me contestó con sus sonrisa sin dientes, no son para mí. Le diré un secreto, pero no abuse de él». «No abusaré», le prometí. Y dijo: «Se lo revendo a los camioneros del abasto, cuando han dejado las mercancías y están almorzando en El Trullo. Así me gano unas perrillas para un cortado o lo que se tercie». Ahora se saca poco con la reventa y menos aún con la reventa a pie de obra, a lo señor Salustio —prosiguió Diógenes, nostálgico—. Con Internet, ni los camioneros necesitan estas cosas. Llevan a las tías buenas en el móvil. Pero hubo una época en que sí, hija, a veces nos poníamos las botas, sobre todo en los años setenta, cuando había lío con alguna portada de revista, como la que salía Nadiuska bebiendo a morro una botella de leche que se le escurría por las tetas. ¡Ah, qué mujeres, hija mía. No eran como vosotras ni lo quiera dios, pero explosivas, al cien por cien! Ahí hubo negocio con lo que se pudo arañar de lo que no llegaba a incautarse la Guardia Civil.

—Pero ya no había censura —dije yo, que siempre me hago un lío con las fechas si no consulto la Wikipedia.

—No la hubo desde el setenta y cinco, pero las asociaciones de familias católicas armaban grandes carajales, no creas, y a veces, había redadas no tan a la vista como la de Nadiuska, pero que a nosotros nos venían como anillo al dedo. Todos tenemos que vivir.

El espectro del señor Salustio asintió vigorosamente desde las sombras.

Leche, tetas, censura… Mientras Diógenes hablaba de aquello recordé que tenía que proyectar a mis alumnos una película sobre la censura y todavía no había decidido cuál. Él me dio una idea espectacular: el episodio de Fellini en Boccaccio 70, y el tejemaneje del cartel gigantesco de Anita Ekberg con el vaso de leche. No hay como hablar con los habitantes del subsuelo para activar el inconsciente.

El espectro se había acercado a nosotros, me saludó inclinando la cabeza e hizo ademán de quitarse una invisible gorra. Yo le sonreí. Desde que soy medio budista me encantan las almas que vagan y vagan por ahí, de acá para allá…, y más si todavía tienen querencia de algún lugar y tiempo, como aquélla. Me encantó sobremanera que me indicara —de algún modo que no sabría describir— un lugar en el amasijo de publicaciones X de Diógenes.

—Con permiso —dije a mi amigo mientras me pegaba contra él alargando el brazo para hacerme con el tesoro señalado por el fantasma. Allí estaba, arrugada pero divina, la rusa de ojos increíbles, disfrutando de su glotón y chorreante mamoneo.

—Pero ¿cómo has podido encontrarla así, sin más ni más? Hace días que la busco para un coleccionista, pero llévatela si te gusta. Debo de tener alguna otra.

—Muy amable. La voy a escanear para una clase.

—Tú verás. Puedes usarla si quieres, pero pásale una plancha primero, que si no sólo te van a salir arrugas. Y esta moza, arrugas ninguna…

—Bueno, Diógenes, me subo al mercado, que tengo que comprar algunas cosillas antes de que me cierren. Y gracias. La portada es jodidamente genial.

—La realidad, hija, la realidad. Decían que por entonces se acostaba con Juan Carlos. No me extraña. Era un bocado regio.

—Es usted una mina. No lo estropee comparando a las mujeres con alimentos.

La musiquita y la letra de la cancioncilla de Nino Rota me vino entera en aquel momento: «Bevete più latte, il latte fa bene, il latte conviene a tutte le età…»

Guiñé un ojo al espectro del Tonel por su ayuda invisible. Quizá con un gesto humano se sintiera confortado en su estado de inconsistencia.

¡Ah —pensé mientras subía los escalones del vientre de la ciudad —, que no se me olvide comprar un tetrabrik de leche desnatada, sin lactosa, sin azúcares añadidos y sin conservantes! ¡Qué tiempos! Ahora, al menos, no hay censura.


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