Mi madre siempre me dice que soy un romántico empedernido como mi padre, que en paz descanse. Y tiene razón, como siempre, pero es que no lo puedo evitar, ¡qué le vamos a hacer! Caigo en mi propia trampa una y otra vez y ayer, como no podía ser de otra manera, volvió a suceder.
El primer sábado de cada mes mi madre queda con sus amigas para jugar al bingo y ese es el momento que yo aprovecho para ir al cine, porque no me gusta dejarla sola. Como veis, además de un romántico también soy de esas personas que saben ver las oportunidades y no las dejan escapar.
Pues bien, llevé a mi madre a casa de la amiga en cuestión, que reunía al resto en torno a un tambor lleno de bolitas numeradas y unos cartones, y me dirigí al cine más próximo a disfrutar de mi merecido momento. No me sonaba ninguna película de las que había en cartel pero eso no era un problema, me gusta dejarme llevar por las sensaciones.
Así soy, un hombre de impulsos. Leí en la cartelera: Tocando el viento y lo tuve claro. Era como una señal, porque tocando el viento era exactamente como yo me sentía: libre. Sí, libre era la palabra y tocando el viento la expresión que la representaba. Esa noche podía tocar el viento y sentir a qué olía y sabía la libertad.
Esto lo supe en el Foster que había junto al cine cuando me pedí una ración doble de patatas con beicon y queso gratinado y una hamburguesa de cuatro pisos. Mi madre nunca me deja comer este tipo de cosas porque dice que a mis cincuenta y tantos, si yo no miro por mi salud lo tiene que hacer ella.
Así que en casa llevamos una triste y sana vida de comida de hospital: sin sal, sin grasas, sin azúcar, sin gluten y sin gracia. Y ese es el motivo por el que cada vez que queda con sus amigas para jugar al bingo, yo no sólo aprovecho para poder ir al cine sino que vivo ese “sin” a mi manera: ¡sin límites!
Terminado mi manjar me dirigí a la sala 5, butaca 12 dispuesto a tocar el viento un poco más y seguir prolongando ese estado de semiéxtasis en el que me hallaba (y de cierta acidez, todo hay que decirlo). La sala estaba casi vacía lo cual interpreté como una buena señal, ya que así nadie me molestaría hablando ni haciendo ruido comiendo palomitas.
Pero me equivoqué. Una vez más me equivoqué en mi percepción romántica de las cosas: no estaba vacía para que yo me sintiera más cómodo ni tocando el viento tenía nada que ver con el estado de libertad en el que yo me encontraba. No. Resulta que la película con título poético no era otra cosa que la vida de un trompetista.