Testimonio
No busquen mi nombre en los antiguos listines telefónicos, si es que queda alguno. No me busquen en internet, no me encontrarán. Escribo con seudónimo porque no quiero que nadie sepa quién soy. No pienso como la totalidad de gramáticos, escritores y gentes de cultura sabida, y como es conocido el alcance de su perfidia prefiero que no sepan quién soy. Malditos sean los idiomas, malditos sean.
El idioma es esencialmente un código de comunicación, y para poder comunicar necesita ser entendido. A más idiomas menos posibilidades habrá de que se cumpla esta premisa. En la Tierra hay más de seis mil idiomas. Más de seis mil formas diferentes de decir más o menos lo mismo que hace que lo mismo encuentre dificultades para que lo entienda alguien. Esto, ¡asómbrense!, es una señal de riqueza cultural, eso dicen los que saben y yo, a medias, y puntualizando, me lo creo.
El idioma cumple dos funciones esenciales. La primera es que verbaliza nuestros pensamientos cuando así lo consideramos necesario; y la segunda es que, una vez verbalizados pueden ser expresados de forma escrita o sonora para poder comunicarnos. Es evidente, al menos para mí y desgraciadamente sólo para mí, que a mayor cantidad de idiomas mi comunicación, y mi comprensión de lo que quieran comunicarme, se verá disminuida en cantidad y calidad haciéndola ininteligible e indescifrable.
Habrá algún sabihondo que me diga «pues aprende idiomas», y es que, oiga, ya lo he hecho, hablo seis idiomas pero ¿creen que estoy satisfecho? No, estoy cabreado. Es muy difícil hablar, escribir y dominar bien un idioma, y la mayoría de los que se jactan de hablar idiomas lo que hacen es chapurrearlos más o menos comprensiblemente pero sin aprender la totalidad de giros, expresiones, dichos, modismos, refranes y demás variantes que tiene. Dice Eduardo Mendoza que la diferencia que existe entre un bilingüe y uno que sabe dos idiomas es la misma que hay entre un mulato y uno que está bronceado, puede parecer lo mismo pero al que está bronceado se le va el color en cuanto deja de tomar el sol.
Y luego está otra cosa, para más inri, un idioma no es algo estático y permanente, un idioma está vivo, (más cultura, al parecer), de tal forma que una palabra puede aparecer o desaparecer, o cambiar su significado hasta volverse ininteligible al cabo de cien años, incluso para sus propios hablantes. Y esto es, ya digo, la repanocha, porque esto es signo de más cultura, más riqueza, más variedad… pero tanto más y más se convierte en menos comprensión y menos utilidad.
Y están los alfabetos. El alfabeto es el sistema de signos gráficos que nos permite escribir lo que pensamos y decimos. ¿Cuántos hay? No lo sé. Muchos. Demasiados. Es otra dificultad añadida. Aparte de aprender el idioma tienes que aprender los signos que lo representan.
Y además los sonidos. Los sonidos son necesarios para que el idioma pueda ser entendido. Los sonidos los hacemos con las cuerdas vocales, con la lengua, con el paladar, con los dientes… y cada idioma tiene sus sonidos específicos que hace que cuando hablas un idioma que no es el tuyo se te nota enseguida. ¿Qué has dicho?, te dicen, y tú vuelta a repetir lo mismo poniendo la lengua de otra forma.
¿Los idiomas son una riqueza cultural? El idioma es mucho más que eso, es la herramienta que nos hace humanos, pero, ¿se necesitan seis mil? ¿No podría haber una lengua franca para todo el mundo y que siguieran existiendo todos los idiomas que quisieran? Pero una lengua franca de verdad, con prestigio, universal, aceptada y usada con conocimiento y comodidad, de tal forma que todos fuéramos mulatos y no bronceados de mala muerte, embadurnados toda la vida con cremas y leches protectoras que impiden un contacto físico completo y real.
El sistema métrico decimal (Dios tenga en la gloria a sus creadores), y las normas DIN (Dios los tenga también y los colme de dichas y bienaventuranzas) han conseguido a medias instaurar la razón y el sentido común en el área de pesos, medidas y características técnicas. Estas personas que han conseguido estos logros tan beneficiosos para el hombre tendrían que ser colmadas de parabienes también aquí en la Tierra, y no esos ídolos de la canción o del deporte, ídolos paganos, que contentan al momento y ya está. Ya no hay celemines, ni cuartillos, ni varas que en cada sitio tenían una medida o peso diferente. Menos mal. Ahora hay el metro y sus divisiones, el kilo y sus divisiones. Aquí y en Pequín. En Pequín poco a poco, pero al menos están en eso.
Y ¿qué pasa en el área de la lengua?, ¿por qué nadie ha sido capaz de resolver semejante dislate? Es cierto que dentro de cada idioma han habido tímidos intentos de racionalizar sus gramáticas y ortografías pero no han servido para nada, los amantes del estatus actual han negado cualquier avance que hubiera supuesto facilidad de aprendizaje y uso. ¿Saben ustedes que hoy, ahora mismo, con el sistema de educación obligatorio que tenemos, hay personas que cometen faltas de ortografía? Confunden la b con la v, la g con la j, la y con la ll y quitan o ponen haches allí donde no corresponde. Y no hay forma de conseguir solucionar esto. Hay personas que han sugerido que hay que escribir como se habla para hacerlo más fácil e intuitivo y, ¡anatema! ¡anatema!, han sido acusados de herejes, y no han sido quemados en la plaza pública porque los bomberos ponen muchas pegas por temor a los incendios.
Y aquí no se salva nadie. Incluso los escritores de profesión, los que se dedican a eso necesitan que sus escritos sean corregidos por correctores, personas que se dedican a leer un texto mil veces leído por el autor y decir aquí hay una falta. Con rotulador rojo, verde o fosforito. Que cada uno tiene su sistema particular de señalar lo incorrecto.
Y yo tampoco me salvo. Perdonen la sintaxis, o la gramática, o lo que sea, no sé si he logrado hacerme entender, he escrito esto muy rápido y si es difícil hablar bien, ya digo, tanto o más difícil es escribir de forma correcta y a la vez sandunguera. Entendiendo sandunga como gracia, donaire y salero, y no como danza popular de México y de otros estados americanos.
Los simples son inasequibles al desaliento. Yo lo soy y por eso digo alto y claro ¡malditos sean los idiomas!
FELIPE CARDÚS, políglota cabreado