Tocan a muerte

Isla Naufragio


Testimonio

Hay un momento en el que te das cuenta de que todo el tiempo que te ha sido concedido ya no es suficiente. Ya falta menos, me digo. Te estás quedando pajarita, vuelvo a decirme, sin fuerzas, sin ganas, sin aliento, y te vas arrugando como una manzana que lleva más de tres meses fuera de la nevera.

Los cambios se van sucediendo y sería una inepta si no me diera cuenta. Aparte de las arrugas y el pelo cano, que hay que ir tiñendo cada quince días para que no se vea peor lo que ya es peor, está el cansancio, los dolores, las enfermedades y todo lo demás que conlleva una edad por los demás reconocida. La ciudad también se confabula contra ti y va haciendo desaparecer las tiendas donde comprabas, los bares a los que ibas, va cambiando las calles, tus calles de toda la vida ahora parecen otras, incluso el enorme edificio en el que trabajaste cuarenta años ahora es un hotel que no tiene nada que ver con su uso primigenio.

¿Y qué pasa en tu entorno? Eso, ¿qué pasa? Pues pasa que la gente se va muriendo, incluso las que tenían menos edad que tú también se mueren, ya se han muerto, y no tienen el detalle de esperarte para que sigas gozando de su compañía. Dicen que es ley de vida, pero qué ley ni qué leches que echa por tierra tus planes y tus amistades, y te obliga a una vida que ya no es tan deseada.

Caramelos, caramelos, llevo caramelos, tarareo, los traigo de coco y piña, de limón y menta, nena, de piña para las niñas y limón para las viejas. No me ha gustado nunca el limón y a estas alturas no voy a cambiar de gusto.

Ya no sé qué es peor, si no saber quién eres, como le pasa a Marisa, o seguir sabiéndolo como me pasa a mí, pero no poder seguir siendo yo. Y no nos engañemos, aunque siguiera siendo yo tampoco he sido nada especial, nunca tuve acceso a esos hondos pozos de sabiduría de los que hablan algunos, ni encontré minas generosas con las que adornarme como presumen otras. Más bien he ido donde me ha llevado la corriente, o sea los demás, y he tenido suerte o lo que quedaba de ella; cuando sube la marea todos los barcos flotan, oí en algún sitio.

Ante todo, pereza, me digo, que la muerte no me encuentre trabajando, que esté leyendo, o escuchando música, o paseando, o, simplemente mirando por la enorme ventana de mi casa cómo se desarrolla el día viendo las gentes que van y vienen sin darse cuenta de que unos ojos que miraban ya no miran porque de tanto mirar se han agotado. Con la edad la cursilería termina aflorando como en la adolescencia. Tienes un corazón rebosante, me dijeron una vez. ¿Para qué?

Rosa de la Rosa, amiga de sus amigas (de las que le quedan)