Se ha despertado harta de ser diminuta.
Tan pequeña, que las manos grandes,
a pesar de todo,
le dan miedo.
Y así son siempre sus amantes:
de ojos grandes, para verla ampliada,
de tacto breve, para conformarse con su metro cuadrado de piel domesticada.
Se ha mirado sin aumentos y ha tirado por la borda las gafas de reconocer.
Se ha ido a vivir y a dormir a la isla de los gigantes.
Observar la enormidad, de exagerada, ya no la asusta.
¿De qué tiene miedo ahora?
Cae una estrella tras otra sobre Islandia y no acaba de llegar la oscuridad.
Siempre más luces lejanas.
Siempre.
Más.
Lejanas.
El cielo le está enseñando,
ahora, cuando ya no queda casi tiempo,
que no era pequeña:
estaba lejos.
Se acerca a cantarles nanas a los volcanes muertos, o durmientes.
La lava detenida bajo el hielo grita el duelo por el calor perdido en los relojes.
Ella, que escucha, llora una lágrima de nostalgia.
Una sola, que no se gasten.
Llegan los rebaños
–vociferando, ciegos y sordos–
a la periferia de los párpados.
Ella, que apenas se ha lamido la sangre en los nudillos del puñetazo a la piedra,
huye, escondiendo las manos, de la compañía de mentira que traen los balidos.
Le suenan a mentiras de baladas.
Los aparta a manotazos de envidia:
desea tener esas pupilas de horizonte que encuentran siempre un guía en un igual.
Envidia la lana, vendida de sobrante.
Ella, tan escasa, que no sabía dar más frutos que caricias.
Tan en la piel.
Tan poco hondas.
Se sumerge en el calor apestado del azufre en busca del abrigo conocido.
Ese que dura hasta llegar a las casetas,
si tienes la paciencia de estar quieta hasta quemarte,
de hacerte a la rojez y no notarla,
consciente todo el tiempo de que el frío
acabará por calmar el comezón que provoca siempre abrir los poros.
Los cráteres de Verne se cierran escociendo.
La isla es cambiante.
Y ella, tan pequeña, que es toda igual:
de punta a punta un único color.
Solo se hubiese hecho más grande si se hubiera dejado mezclar.
Sigue pensando que el mundo
debió haber nacido más pequeño.