Del roce a la herida, solo un paso. Cuestión de sensibilidad. Las que, como yo, somos de piel fina, sufrimos las consecuencias de cualquier fricción continuada. La laceración —cosa inevitable— permanece durante un lapso sin tiempo.
De la sensación al dolor, la horquilla es de acero. En el espacio que comprende ese reducido ángulo se expulsa la caricia. Ni la yema de tus dedos seré capaz hoy de soportar.
Ya no hay senderos ni surcos invisibles que nos cerquen. En tu aliento se cierne el humo de un incendio y en la asfixia del «nosotros» solo entiendo tú contra mí.
El espacio que media entre el roce y la herida es cicatero. El puño que selló los atajos de mi cuerpo demuestra que jamás un ariete ha abierto en el placer un gemido de mujer. No esperes que el animal herido duerma. En su vigilia, destierra el tú a otros campos de batalla.
Hoy, para mí, no existe el olvido o el perdón en la brutalidad de aquellas manos. Hay condenas que no se pueden conmutar cuando eres de piel fina. Permanece, intacta, la herida. Cuestión de sensibilidad.