Aún tenía tiempo y tiró a matar. A bocajarro, manejando la catana sin filo como un arma de repetición, ensartó uno de los cuerpos atolondrados que se le cruzó por el camino. Luego, de un tajo, partió en dos la línea Maginot. La desbandada fue espectacular.
Se enfrentaba a seres caóticos que se movían a ras de suelo. Eran escoria y su obligación era diezmarlos. Pensar así le hizo sentirse como un héroe y a continuación se sujetó con un imperdible el estandarte bicolor que había creado para la ocasión.
Pero a veces la traición puede llegar del lugar más inesperado. De pronto, su madre apareció escoltando a unos hombres vestidos con monos. Era el equipo de control de plagas. No portaban banderas, solo la enorme y diáfana marca blanca del insecticida.