Acababa de cumplir 5 años. Aquel día me desperté por mí misma. Me extrañó la ausencia de prisa de cada mañana. La casa estaba más silenciosa de lo habitual. Me levanté y fui hacia el comedor buscando la seguridad de la rutina. Mi madre estaba sentada en el sofá; parecía distinta. Todo se sentía distinto. Me faltó su beso, a cambio obtuve un “nos vamos a Málaga” inquietante.
Ir a Málaga desde Melilla era, para mí, una aventura sobre el mar. Horas y horas en un barco lleno de personas diferentes que vestían, miraban, hablaban y se comportaban de otra manera. Me sentía cómoda y gozosa ante tantas novedades por conocer. No fuimos al puerto. El viaje a Málaga lo hicimos en una avioneta en la que apenas cabían veinte personas. Estaba excitada. Algo extraordinario estaba ocurriendo, algo velado.
Llegamos a Málaga. Había prisa; una prisa que yo no conocía como no reconocía el sentimiento de mi madre que brotaba contenido, extraño. El taxi paró. Nos bajamos. Mi madre agarró con fuerza mi mano y dejé de sentirla. Su sentir y sus sentidos iban por delante de ella. Ellos la llevaban a ella y ella me llevaba a mí atada a sí, como si fuera un objeto muy querido. Entramos en un edificio grande y ruidoso lleno de batas y hábitos blancos. Mi madre se dirigió a una monja rara y le dijo algo que no alcancé a oír. Ahora quien iba delante era la monja. La prisa se volvió más rápida y molesta, casi dolorosa. Paramos en seco ante una cama vacía en una sala llena de camas llenas de tristeza. Antes de que volviéramos a subirnos a la irremediable prisa, vi cómo descendían las lágrimas por el rostro de mi madre. No había llegado a tiempo para ver a su padre vivo. Eso lo entendí después.
(…)
La casa de mi abuela estaba llena de mujeres que vestían de negro. Mi madre vestía de negro también. El bastón y la gorra de mi abuelo estaban en su sillón, pero el sillón estaba vacío de él, del vasito de mosto en una mano mientras me llamaba, ebrio de travesura, con la otra. Su cara estaba en una caja alargada que había aparecido en el dormitorio.
—¿Dónde está su cuerpo? —pensé.
Desde el quicio de la puerta solo podía ver un revuelo de tela blanca y una cara callada, embutidos en un extraño cajón de color oscuro. Ambas revestidas de decoro y solemnidad, como los niños de comunión.
—¿Es eso una cama? ¿Por qué lo miran dormir? Nada lo despierta. Parece que no oye el estrépito. ¡Qué bien estaría si fuera mi abuelo!
Alguien había dejado sobre la mesa una caja de galletas de canela. Eso me distrajo. Me aventuré a cogerlas esperando el reproche de mi madre, pero no lo hubo. Mis ojos la buscaron entre la gente y la vi llorar. Supe que, aunque me estaba mirando, no me veía. Salí triunfante con la caja entre mis manos y me dispuse a comer tantas galletas como quisiera, sentada en la escalera que llevaba al sobrado. Mientras comía con júbilo, empecé a preguntarme qué era eso que estaba ocurriendo. Nunca había visto nada igual. Había sillas en cada espacio del suelo; sostenían a personas que lloraban o que miraban fijamente al vacío. Los nuevos que entraban besaban a mi abuela, a mi madre, a mi tía y a mi tío y, antes de empezar a llorar o a mirar hieráticos como muñecos, oteaban con excitabilidad alguna silla que estuviera vacía. Cuando sus agudos ojos localizaban la presa, se lanzaban sobre ella cual águila hambrienta. De nuevo, firme compostura.
Todos estaban nerviosos, acongojados, tiesos. Todos menos mi abuelo. Él estaba tranquilo, dormido.
Tanto movimiento y tanto ruido no me permitían disfrutar del exótico sabor de la canela ni tragar con tranquilidad la bola pegajosa en la que convertía las galletas con mis dientes. Para apartarme de todo aquello que perturbaba mi glorioso momento, pensé que era buena idea tomar una decisión: tenía que elegir entre estar en el equipo de los alborotadores llorosos o en el equipo del sereno silencio, el equipo de mi abuelo.
No me costó ni un mordisco tomar la decisión. Mi cabecita juguetona y mágica anuló el punzante lloriqueo y se puso de parte de aquel enigmático y reservado secreto que escondía la cara del cajón.
Me sentí tranquila y poderosa por haber resuelto aquella situación tan desconocida e hiriente. Tuve pena al no poder explicarle a mi madre lo que tenía que hacer para parar de llorar. Solo tenía que revolver su cabeza entre tela blanca, cerrar los ojos y dormir, como lo hacía mi abuelo. Comprendí que nada podía hacer por ella y resolví salvarme sola, colocando todo mi ser en ese incógnito nido de paz que ocupaba mi abuelo.
Comí galletas de canela hasta que el amanecer bañó de luz los severos espaldares de las sillas que habían quedado vacías, mientras sobre las ocupadas, que apenas veía por el sueño, seguía sentado el desconsuelo. Un desconsuelo ya reposado y mudo por el paso del tiempo.
NOTA: Esta fue la primera experiencia que tuve de la muerte. Con el tiempo comprendí que, sin saberlo, aquella niña estaba esculpiendo en su tierno cerebro la moldura de un deseo irracional que la acompañaría toda la vida: la querencia por el suicidio. No he querido contaminar mi relato con las disertaciones conceptuales aprendidas en la Universidad, ni con las lecturas que, a modo de otro, idealizan la muerte. Me he alejado, conscientemente, del estilo ensayístico con el objeto de evitar la disertación literaria en beneficio de la expresión emocional: el origen.