Allí estaba Él, el Hijo de Dios, en espera de que el milagro sucediera. En la cima de aquel pináculo, brazo en alto, índice extendido, todo era posible. Ahora solo faltaba que la previsión meteo-celestial se cumpliera.
Tras media hora de inmovilismo sentía en el brazo un hormigueo de lo más molesto. Le incordiaba tanta rigidez, incluso a Él, para qué negarlo. O sucedía pronto o dudaba de que pudiera aguantar mucho más. No obstante, las órdenes recibidas habían sido claras y taxativas, y, pese al frío de un desapacible día de invierno, no tenía más remedio que resistir.
Cuando el rayo de la Sabiduría y la Verdad estuvo a punto de descargar sobre Él, el Hijo de Dios todavía estaba convencido de que el Conocimiento le alcanzaría en toda su plenitud. Dios Padre se lo había prometido.
Sin embargo, ninguno de los dos contaba con que tras la brutal descarga eléctrica quedara hecho un pelele desmemoriado. Lo que debía haber sido una transferencia milagrosa de bits divinos, se convirtió en un sabotaje de la naturaleza. Su carácter imprevisible solía jugar malas pasadas, eso Dios lo sabía, por mucho que se empeñara en minimizarlo. Pero procedía aplicar aquello de “sin riesgo no hay gloria”.
Fueron trescientos mil voltios de descarga eléctrica los que cayeron sobre el Hijo de Dios. Su mente, demudada, quedó como una página en blanco, absolutamente desconectada del pasado, del mundo, de sí misma. Dios sintió vértigo ante la tarea que le aguardaba. ¡De golpe se enfrentaba a una base de datos prehistórica! Carraspeó con el don de la ubicuidad pensando por dónde empezaría. Debía introducir millones de órdenes en aquel cerebro achicharrado y era urgente actuar. Ante tal tesitura tardó menos de una milésima de segundo en tomar una decisión.
“Demasiado trabajo”, pensó por fin. Le había invadido una pereza insondable y no le gustaban las sorpresas. Optó por buscarse un nuevo Hijo con memoria de arranque, prólogo y epílogo.