Una débil luz alumbra el dormitorio. La enferma está echada de lado, cara a la pared. Entramos a verla con permiso de la hija, quien no cruzó la puerta. Guardamos un respetuoso silencio y hasta mantuvimos la respiración en suspenso: tal era la reverencia que provocaba la enferma. Sin embargo su cabeza tornó hacia nosotros en un giro imposible, de más de ciento ochenta grados. Y gritó: «¿A qué vienes? ¡Inútil! ¿Y a qué traes a un cura? ¿A qué? ¡Ya está hecho!» El cuerpo todo de la mujer se mantenía en reposo, la respiración continuaba regular y pausada. Pero el rostro fue extraordinariamente expresivo: temblaba, gritaba, echaba espumarajos por la boca y los ojos parecían salir de las órbitas y reventar de odio.
Recuerdo que un día me había dicho que recurriría a nigromantes y que vendería su alma al Diablo si fuera preciso con tal de liberar al hijo. Era terrible. Con no más de cinco años tuvieron que recluirlo en la cuadra de los caballos. Y, aún allí, no dejaba descansar a los pobres animales, gritando y golpeando ora los muros ora la puerta y ventana de hierro. El aseo personal se le hacía dos veces al año, una al principio y otra al fin del estío, por inmersión del cuerpo entero y desnudo en la balsa de agua que había en la finca para el cultivo de la huerta. Era preciso evitar que se agarrara a cualquier raíz, tubo o protuberancia del fondo, porque intentaba asfixiarse por ahogamiento voluntario. Apenas habíamos entrado en la habitación de la madre, se presentó el hijo y ordenó con contundencia que nos marcháramos de inmediato y dejáramos de molestar. Nos aterrorizó. Huimos despavoridos de la finca.
La madre falleció y el hijo ya curado (se decía que milagrosamente, por efecto de la visión de la madre muerta) ocupó un lugar preferente en las honras fúnebres. El médico certificó que la sanación del hijo no respondía a criterios científicos. Por mi parte siempre supe que el Maligno, que estuvo en posesión de aquel cuerpo, lo había abandonado (aunque no totalmente) a cambio de un precio satisfecho por la madre. Y digo no totalmente porque, cuando me cruzaba con él por la calle, le aparecía un tic nervioso en la mejilla y ojo izquierdo, como si me estuviera guiñando y emitiendo señales desde dentro. Así que lo eludí siempre que pude: me cruzaba de acera tan pronto lo veía venir. También supe que si el pago se hubiera consumado con la entrega de don Emeterio, el cura, en lugar de la madre, y puesto que aquel era una persona consagrada y por tanto de mucho más valor en este particular comercio, en tal hipótesis el Diablo habría salido completamente del poseído, y no solo a medias tintas, como hasta ahora había hecho. La cosa fue que le formulé la propuesta a don Emeterio y éste respondió que podía disponer de su cuerpo, pero no de su alma. Así que no conseguimos cerrar el trato por el que tanto porfié. Sospecho que la parte maligna que secretamente quedó en el liberado nunca desistió de la conquista de don Emeterio. Pero este asunto, amable lector, no es asunto que sea de nuestra incumbencia.