La amante

Sin astrolabio, brújula ni sextante


La primera vez que el amante subió a casa, ella le mostró la mesita de caoba: 

—Ahí, ahí… se me va la vida ¡mi vida! barajando cartas, solitario tras solitario… tres de bastos sobre siete de copas… dos de espadas sobre as de oros. 

El marido los había descubierto. Un hallazgo fortuito esclareció el secreto. A Armando le habría gustado hablar con ella. Acostumbraban a resolverlo todo juntos. Pero conversar sobre la infidelidad, para que determinara ella misma cómo y qué hacer, era absolutamente innecesario. La esposa, y bien lo sabía él, habría dicho: 

—Mira, mira, Armando; no revuelvas, deja estar las cosas como están; así están bien. 

Don Raimundo de las Eras, confidente del esposo, a quien se apresuró éste a formular consulta, recomendó silencio y prudencia. 

—La relación con tercero o tercera es cosa frecuente, conocida a veces y otras no. No estriba el agravio —siguió el consultado, don Raimundo— en el hecho en sí mismo, que las más veces resulta no precisamente de capricho arbitrario, sino que es achacable a imperiosa necesidad, a necesidad inatendida, a desidia e inapetencia. La ofensa si hubiera ofensa deriva de la deslealtad del secreto, y del peligro de caer en boca de gentes malintencionadas. En todo caso, no habremos de ser nosotros, querido Armando, quiénes demos tres cuartos al pregonero.

Así se hizo. A ella se la veía más dicharachera. Abandonó caprichos en que solía reincidir, y su comportamiento con el esposo fue cálido y afectuoso. Se corrió un tupido velo sobre el asunto. Armando guardó secreto, sí. 

Pero ¡ah!, no superó la tentación de conocer al otro. Se las compuso para que fueran presentados. Era un modesto empleado de bolsa sin futuro. Armando hizo que el Ministerio de Cultura, donde era asesor del Subsecretario, le ofreciera una entrevista de trabajo. Él mismo lo recibió, seleccionó e incorporó a su equipo de trabajo. 

Aquella tarde de sábado, Armando y su amigo han subido a casa. Ríen groseramente, se guiñan y abrazan como amigos muy amigos. La mujer también está en el salón. Baraja las cartas en la mesa pequeña de ébano del ángulo opuesto ¿Por qué no la miran? ¿Perdió su atractivo? ¿Acaso ha envejecido tanto?   

Tres de bastos sobre siete de copas… dos de espadas sobre as de oros… 

No puede quitar de su memoria al nuevo empleado de la tienda de tejidos y lencería fina. Es guapo, atento y respetuoso. Tiene ingenio y una sonrisa pícara. Ha notado que vibra al ritmo de sus caderas cuando ella pasa. 



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