Horacio, el rescatador

Sin astrolabio, brújula ni sextante

En aquel tiempo se permitía fumar. En invierno, los letrados echaban el último cigarrillo en la mesa cubierta por falda o enagüillas y brasero a los pies. Permanecían allí a la espera del auxiliar, Horacio. Horacio vestía al informante con la toga y lo acompañaba hasta la puerta de la Sala. Aquel umbral no se traspasaba hasta la llamada del ujier. Hubo una época en que, por orden de buen gobierno, dispuso el Presidente de la Real Cancillería de Granada que los letrados intervinieran con traje y corbata negra, zapatos y calcetines igualmente negros, y camisa blanca. “Horacio ¿nos harán lucir tobillera para visualizar si las medias son efectivamente negras?”. Horacio, auxiliar de abogados, persona íntegra, seria, muy profesional y servicial, y que —por decirlo todo— solía tartamudear cuando se le apremiaba o se sentía apremiado, respondía, con la paciencia del santo Job, que no se había dado el caso, pero que de futuro no podía asegurarlo.

Aquella mañana ocupaba la mesa camilla un letrado de gran fama en las tierras altas de Hernán Perea. Echaba su cigarrillo y garabateaba el texto-guía del informe oral. De repente, se presenta Horacio y anuncia con sofoco que, por suspensión de la vista anterior, el venerable Tribunal vacaba en aquellos precisos instantes, a la espera de celebrar el siguiente señalamiento, que era el del de Hernán Perea. Contagiado este del nerviosismo de Horacio, guardó las notas en el portafolios. Introdujo precipitadamente los demás enseres en el bolsillo. Se puso en pie, para que el auxiliar le encasquetara la toga. Y, con este porte y de esta guisa, echó a andar pasillo adelante. 

Decía y desdecía el abogado, y tanto bendecía por una parte como maldecía por otra, perorando conductas y derechos de su cliente y del contrario. En esto andaba cuando desde el bolsillo empezó a manifestarse aquello que conservaba vida, pues con vida había sido introducido en tan acogedor sitio. Primero fue sospecha, sospecha fundada en el olor y calor que el de Hernán Perea percibía, y que rechazó con nervioso repiqueteo del pie en el suelo. Pero aquella sospecha fue muy pronto cruda realidad, un realidad tangible, inapelable, terrible. La comezón transmutó a quemadura sentida fieramente sobre la pierna. Con tal de no arder vivo, como ardían los reos de la Inquisición, el abogado se alzó del escaño como un vigoroso tentempié, y abandonó la Sala tan ligero y apurado que derrapaba en las esquinas. Era como si huyera del mismo diablo. 

La presencia del diablo es tan habitual que no llama la atención en los Tribunales. Es un hecho constatado que sienta planta y plaza y deja rastro en las contiendas judiciales. Se le antojaba al letrado que el diablo iba a alcanzarlo de un momento a otro, tridente en mano. Por poco tiempo que lleven en el oficio, los jueces parecen haber sido traídos al mundo curados de espanto. Los magistrados que no advirtieron el humo, aunque sí al diablo, no acertaban a comprender a qué era debida aquella extravagancia del letrado informante. Boquiabiertos y adelantando el cuerpo hacia adelante, los venerables jueces se miraban unos a otros; interrogaban a los compañeros más antiguos, quienes anonadados tampoco sabían concluir al respecto.

Suerte que, en Plaza Nueva, saliendo de la Cancillería —con la Alhambra enfrente, y el río Darro y el Camino de los Tristes a la izquierda— hay una muy artística y grande fuente, con muchos caños y abundante agua, que sale en todo tiempo. Brincando el pretil, allí encaramó el letrado sus bien fundadas posaderas. Y las bailaba de un chorro a otro (¡Mamm-bo!) para reposarlas luego muy quedamente en el fondo. No salió de allí (retratado por una excursión de entusiastas japoneses ¡torero! ¡torero! ¡olé!) hasta que llegó el bueno de Horacio, quien lo había seguido al verle salir tan descompuesto. Tirando de los brazos, Horacio lo sacó a flote, indemne, pero chorreando y tiritando de frío ¿Y qué pasó con el pleito? Pues lo de siempre. Lo ganó el abogado de Hernán Perea. Los pleitos se ganan por los buenos abogados, no porque sepan más, sino porque saben bien elegir, y apuestan por el caballo ganador.


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