Tomando unas cervezas en el bar de la Facultad de Ingeniería con sus dos mejores amigas, Felicia Felici se quejaba de que su novio no le regalaba nunca nada para San Valentín desde que dejaron el instituto.
—¿Y qué ha de regalarte, muchacha? —preguntó Rosa Rojas con displicencia—. ¿Acaso somos bárbaros?
Aquí un aparte para informar al lector de que las estudiantes de astrofísica Felicia Felici, Rosa Rojas y Queti Lamar, eran laicas, ateas y algo bordes. Llamaban bárbaros a los abundantes católicos y católicas que cursaban su misma carrera.
—Yo no soy bárbara, pero él sí —afirmó la bondadosa Felicia, la más joven de las tres amigas, que se inclinaba más bien hacia un paganismo revenido—. Debería regalarme algo o llevarme a merendar a la confitería vienesa Dulceamor, como se ha hecho toda la vida. La gente enamorada se pone hasta las trancas de pasteles en forma de corazón, chorreando almíbar, yo creo que simbólicamente, je, je, ¿no es encantador y un poco obsceno? —preguntó aflautando un poco la voz con ironía.
—Para dulces, la época de nuestras abuelas, aunque fuera de austeridad y escasez. Mi madre hacía un chocolate casero de muerte con cualquier pretexto o celebración. Y unas torrijas con un soplo de canela, que se te deshacían en la boca con su fino encaje de huevo —replicó la estudiante roja echándose para atrás la melena iluminada por mechas californianas de peluquería de barrio—. Yo tuve el privilegio de probarlas antes de su extinción, porque llegó un momento en que se extinguieron, al menos en nuestra casa. Fueron sustituidas por las de los supermercados, en sus cajitas de plástico transparente, que no saben a nada y están secas.
—Eso era en Semana Santa, mujer, San Valentín ni existía —intervino Queti, la pija, que tenía un tercer o cuarto apellido nobiliario y una tía jefa de gabinete —. Si no sabéis nada de la cultura de los bárbaros más vale que dejemos de cotorrear y pongamos al día los apuntes de Ferreras, que el examen se aproxima. Y tú, Felicia, si echas de menos un regalo de tu pareja, hazle saber frente al escaparate de una joyería que te mueres por unos pendientes de Rosemarine.
—No, si no me quejo de su estrechez de bolsillo, al contrario, es muy desprendido, sino de que se le olvidan las fechas, incluidos los cumpleaños, y queda como un poco rata. A mí, aunque soy pagana, San Valentín me hace ilusión, ¡qué queréis que os diga! Es una fiesta de amor que me recuerda a Cupido y a Eros, y le tengo mucha más afición que a la «mocadorá» de san Dionís con sus pañuelos llenos de dulces, como se estila por aquí.
—¡Cupido y Eros, dice! No seas pava. San Valentín es una fiesta inventada por el capitalismo para que no cesemos de consumir, como la Navidad —dijo Rosa, que era la más radical en su visión de las cosas—. Por cierto, ¿Habéis reparado en que estas celebraciones tienen dentro, como la fruta el hueso, un muerto por delito de sedición, que se va pudriendo, mientras la gente derrocha en fruslerías presentadas en envoltorios no reciclables?
Ante tales palabras de su intelectual amiga, a quien no habían entendido cabalmente, sobre todo en lo referente al muerto, las otras callaron. Queti fue al mostrador y volvió con recambio de cerveza. Esto las animó.
—Cuando Fidel y yo empezamos a salir juntos como novios, o sea a folgar —dijo Felicia con sonrisa celestial—, fue tal mi obstinada insistencia que llegó a regalarme este corazoncito de oro con la TA de «te amo» —. Se lo sacó por el cuello del jersey para que lo vieran sus amigas. —A ti, Queti, te parecerá una horterada; pero, tía, ya sabes que para gustos, colores, y además Rosemarine no está al alcance de las clases medias trabajadoras, como dice nuestra Rosa Rojas.
—No —dijo Queti—, si esto es muy mono, yo decía en broma lo de Rosemarine. Por cierto, Rosa, ¿qué muerto se pudre en las entrañas de la fiesta de los enamorados? Antes has dicho algo que me ha sonado muy lúgubre. Iba sobre el capitalismo, como de costumbre, pero no lo he entendido bien.
—¿Sabéis quién es el santo honrado en esta fiesta? —preguntó Rosa Rojas, aficionada a poner en evidencia a sus contertulios con su vasta cultura de niña prodigio, lectora de cuanto caía en sus manos, incluidos los prospectos de los medicamentos.
—Pues no, la verdad —dijo Felicia—. San Valentín es, de toda la vida, patrono de los enamorados, como san Antonio Abad de los animales. Son fechas del calendario, nada más.
—Alguien habrá sido, pero que me aspen si tengo puta idea —rio Queti haciéndose un ovillo en su asiento.
—El muerto conmemorado es el mártir bárbaro Valente —informó la Rojas tras beber un poco de cerveza —. Fue decapitado por el césar Claudio II en un momento de tensión con los disidentes cristianos, que se le estaban subiendo a las barbas. Claudio había prohibido los matrimonios entre sus soldados y las muchachas cristianas. El valeroso —ya lo dice el nombre— Valente o Valentín, que además de médico era casamentero, unía a las parejas en lugares ocultos como cárceles, catacumbas y cementerios, a cambio de un estipendio para la incipiente iglesia. Se corrió la voz y fue llamado ante el emperador. ¿Continúo o pasáis de esto?
—¡¡¡Sí, continúa!!! —Exclamaron al unísono Felicia y Queti. Les encantaban las retorcidas historias antiguas de Rosa, fueran griegas o romanas, que siempre acababan malamente.
—Pues venga —dijo Rosa—. «¿Eres tú, Valente —preguntó imitando al emperador entre las risitas de sus compañeras— quien une en matrimonio a mis hombres con tus perras cristianas?». Había ironía en su voz augusta, pues no pensaba infligir daño alguno al santo varón, solo que pagara una multa al erario y dejara de hacer el mico desoyendo sus edictos.
»—El Amor flota por encima de nosotros como una neblina que no vemos —respondió Valentín por boca de Rosa Rojas—. Yo lo único que hago es succionarlo y exhalarlo sobre las cabezas de marido y mujer cubiertas por un velo de lino, para que la gracia divina les sea favorable y tengan muchos hijos. A esto lo llamamos sacramento. Se parece bastante a lo vuestro, pero con menos pompa y gasto.
»—Pues ya estás tardando en abandonar tan bárbara y fea costumbre —exclamó el divino Claudio echando chispas—. Y ya que eres aficionado a emparejar, ayudarás de ahora en adelante a remontar a mis sementales árabes con las yeguas de la guardia germana en los ratos libres que te deje el ejercicio de la medicina. Da gracias a tu oficio por la levedad del castigo, pues yo respeto y amo a los médicos por encima de todo.
»—¡A tus yeguas que las emparejen tus veterinarios, emperador decadente! —replicó Valentín con descaro—, que te crees el amo del mundo y tienes a los bárbaros a punto de rebelarse y abrir las puertas a una nueva era.
Felicia y Queti celebraban con risas desmedidas la prosa de su amiga como si acabaran de fumarse un canuto. Una de las latas de cerveza cayó y puso perdidos a Queti sus pantalones vaqueros de marca, adornados con falsos remiendos y jirones de diseño.
—Airado Claudio, ante la insolencia de aquellas verídicas palabras—prosiguió Rosa—, que venían ya en todos los diarios y noticieros como augurio funesto de lo que se avecinaba, el emperador condenó a pena de muerte a Valentín. Pero como en el fondo lo admiraba por su valor, no hizo que lo crucificaran con infamia como al otro muerto, sino que lo decapitaran en el foro delante de todo dios. Un centurión cuyo hijo había sido casado clandestinamente por el reo con una cristiana, echó en secreto el cadáver a los perros rabiosos del santuario de Hécate con ayuda de sus hombres de confianza. ¿Qué os parece? ¿Tiene algo que ver esto con tanto corazoncito, tanto regalo con lazos de raso artificial y tanta merendola chorreante de almíbar simbólico?
—¡Eh, te has olvidado de la cabeza del ajusticiado! ¿Qué fue de ella? —preguntó Felicia con sonrisa pícara, como si estuviera en ello.
—¿Y yo qué diablos sé? En ningún sitio se la menciona —respondió Rosa Rojas.
En estas estaban cuando se acercó a su mesa un chicarrón más bello que un sol, que besó en la cabeza a la menos hermosa de las tres y, sentándose, dijo:
—Mañana es San Valentín, muchachas, por si no lo sabíais, que vosotras las feministas sois un poco duras de corazón, aunque no de mollera como antaño se creía, y soléis abominar de lo relativo a las ternuras, que consideráis bárbaras.
—¡Anda —exclamó Felicia—, esta sí que es buena! Hablábamos de que tú, Fidel, eres poco amigo de memeces y regalos conmemorativos, y eso que llevamos tres años follando.
—No seas malhablada, Felicia, por Odín. Se te pega de estas deslenguadas —dijo señalando a Rosa Rojas y Queti, que rieron. En el fondo envidiaban a su amiga un galán tan hermoso, que tenía mucho donde escoger en el campus de Ciencias y que había ido a enamorarse de una chica normalita, tirando a feúcha y de poco fuste cultural.
—Esta vez será diferente, amor mío —prosiguió el novio—. Nadie tendrá un regalo como el tuyo, pues tú y yo estamos ya en un cuarto san Valentín cósmico y, como dice el vulgo «a cada novia le llega su san Valentín». ¿Verdad, chicas?
—Se dice «A cada cerdo le llega su san Martín» —murmuró algo mosqueada la amable Felicia.
Las amigas se miraron perplejas. ¿Qué estaba diciendo el antropoide aquel? ¿Ni qué sabían ellas de san Valentines ajenos? No se volvió a hablar del tema, pues si había o no regalo, debía ser una sorpresa. Sacaron los apuntes de Ferreras, y trataron de hincarles el diente hasta que se hizo tarde y los amigos se dispersaron
*** *** ****
Las amigas habían quedado por la tarde al día siguiente en un bareto del barrio antiguo. Felicia estaba radiante. Al fin Fidel se había acordado de que la fiesta de los enamorados los atañía a ambos, pues no solo los bárbaros la celebraban sino toda civilización consumista y todos los países productores de regalos basura o susceptibles de llegar a serlo.
—¿Qué es?, ¿qué es? —preguntaron cuando Felicia sacó un cofrecito sin ninguna envoltura de un bolsillo de su cazadora de polipiel.
—¡Un anillo de pedida! —dijo Queti, que debido a su casta siempre pensaba en joyas.
—Un triskel de latón o algún fetiche ultrabárbaro —conjeturó Rosa, que los había visto aquellos días en todas las tiendas, incluidas las de souvenirs y las de vintage, procedentes de la RPC (República Popular China). Los novios se miraron sonriendo y Fidel abrió la caja. Contenía algo oscuro, cristalino, hermoso. Un orfebre lo había dotado de una anillita para colgarlo de una cadena de rutenio, que hacía juego perfecto con su rara apariencia.
—¡Ahí va! ¡Mola! ¿Qué es? —preguntó Queti sopesando aquella piedra helada y brillante, que parecía de otro mundo.
—Que lo explique Fidel, que nunca dice ni mu. Al fin y al cabo, ha sido idea suya —dijo Felicia.
Fidel, más que decir, largó un breve discurso que sonó como la explicación en clase de Ferreras de una fotografía estelar:
—Es un fragmento tallado en punta de flecha del meteorito conocido como Cabeza de San Valentin, que cayó en el desierto de Atacama, en Chile, en 1968, procedente de la luna marciana Phobus. Este no es su nombre científico. Se le llama así por complicados motivos simbólicos del pueblo de los Urkayu, que viven de recolectar meteoritos, abundantes en la zona. Lo encontró un niño de cuatro años tal día como hoy —explicó el joven sosteniendo la piedra en su fina mano de investigador de las estrellas.
A continuación la colgó del cuello de su amada, haciéndola centellear con la luz del farolillo italiano entre sobras de pizza al taglio. Se besaron y él dijo: «Esto te protegerá, Felicia, aunque haya quien diga que trae mala suerte, que lo que brilla en él es tóxico y que su origen extraterrestre hace peligrar las cabezas de la gente.
—¿Peligrar las cabezas? —preguntó Rosa.
—Así es.
—¿Y dónde has comprado semejante cosa? —preguntó Queti con la envidia reflejada en sus ojos límpidos. Estaba pálida como la misma Rosa Rojas.
—¿Dónde se compra un meteorito, guapas? En un bazar chino —exclamó Fidel riendo.
Las jóvenes se enfurruñaron. Felicia miró a su amado con complicidad y ternura infinita. Nadie habría recibido un regalo como el suyo en el mundo, y no iba a dar explicaciones. Sacó del bolsillo grande de la chupa un paquete plano y se lo tendió a su vez a él, que lo abrió con gran expectación por parte de las amigas. Era un libro antiguo con tapas de piel negra, cuyo desgastado título impreso en oro no podía leerse con aquella luz.