La zona de la muerte

Extravagancias


Me despierto de madrugada en el refugio del campo base. Guardo el saco de dormir en la mochila. Preparo té caliente en el hornillo. Reviso el equipo: cuerdas, bien; crampones, bien; piolet, bien. ¡Uno, dos, tres! ¡Vamos allá, campeón!

Después de tantos meses entrenándome a tope y estas últimas semanas de aclimatación a la altitud, por fin ha llegado el momento de tirar para arriba apretando los dientes y que Dios reparta suerte, que buena falta me hará. ¿Mi objetivo? Escalar al estilo alpino, en lo más crudo del invierno, sin ayuda de sherpas ni oxígeno embotellado, la cara norte de la terrorífica montaña de Montjuïc, que tantas vidas se ha cobrado.

Imagino lo que estaréis pensando: que si es una locura, que si no tiene sentido, etcétera, etcétera. Podéis ahorraros todas estas llamadas a la «sensatez». El alpinismo es mi pasión. Fijaos que ya me ha costado dos divorcios y aquí sigo, dando el callo. Aunque tampoco quisiera pasar por un suicida. Soy plenamente consciente de los riesgos que entraña este desafío en particular, al límite de la fisiología humana; pero lo he escogido por el mismo motivo que adujo George Mallory cuando le preguntaron por qué diablos quería escalar el Everest: «¡Porque me pillaba cerca de casa!» (¿o eso fue lo que dijo papá cuando le pregunté por qué se casó con mamá?).

En fin, a lo que íbamos. Según el parte meteorológico, dispongo de una ventana de buen tiempo hasta el mediodía. Activo el cronómetro. Salgo a la intemperie. Las estrellas están tan cerca que iluminan mi camino como si fueran farolas. Llego a unas escaleras talladas en la roca. Los lugareños han dejado unas cabezas de carnero como señal de advertencia a los incautos. ¿Pero quién dijo miedo? Mi segundo nombre es Peligro. Jamás he sentido vértigo. En cuanto veo un precipicio, me saco la chorra y echo una meada por todo lo alto (una auténtica proeza, sobre todo cuando estás a menos de veinte grados bajo cero y tienes que encontrarte el cacahuete sin quitarte los guantes…).

A todo esto, la tartera se ha desviado en ángulo recto hacia la izquierda. Trepo por una rampa casi vertical que arranca al lado de un monolito erigido en honor del Mistral, último vestigio de nuestra especie, aunque las consecuencias de nuestro egoísmo antropocéntrico siguen presentes a lo largo de la ascensión. ¿Existe mayor evidencia del cambio climático que el deshielo del permafrost?, reflexiono amargamente mientras chapoteo en un parterre de florecillas silvestres.

Al llegar al desfiladero de los dioses olímpicos, aminoro la marcha, empequeñecido ante el espectáculo de la naturaleza en todo su esplendor. A un lado, el cráter del Estadio. Al otro, la suave loma redondeada del San Jordi. Y por encima de ambos, la temible aguja de Calatrava, tan retorcida como amenazadoramente inestable… Aprieto el ojete para no provocar un alud por culpa de un pedo inoportuno.

A partir de ahí la pendiente se empina notablemente. El suelo es duro como el asfalto. De vez en cuando, hago una pausa para bajar las pulsaciones y no llegar con el depósito vacío a la parte más técnica de la ascensión.

Durante uno de estos descansos me parece oír unos gemidos. Detrás de una roca hay una pareja de escaladores acurrucados en posición fetal para darse calor corporal. Pobrecillos, están apuradísimos. Boquean como peces fuera del agua, tratando en vano de llenarse los pulmones con el aire que aquí tanto escasea. Me acerco a preguntarles si puedo echarles una mano. La chica rechaza mi ayuda de muy malos modos (no se lo tengáis en cuenta; ya tiene los ojos en blanco; en breve estirará la pata). El chico me agradece el interés, pero me dice que ya se apañan solos. Me despido deseándoles suerte y retomo la marcha, pues en la montaña, como en la vida, cada uno tiene que hacerse responsable de su propio culo. Y, de hecho, el siguiente en peligrar es precisamente el mío…

Iba bastante bien; cansado, pero a buen ritmo. De repente, rompo a sudar como un pollo asado. Un novato se habría quitado el anorak, pero yo sé que estos ataques de calor pueden ser uno de los síntomas paradójicos de la hipotermia. Así que me subo la cremallera hasta el cuello y me tapo con una manta con doble forro polar.

Sin embargo, mi estado sigue empeorando. Las piernas me pesan una tonelada. Cada paso me supone un esfuerzo titánico. Al final, ni siquiera camino; me arrastro como un gusano. Pero lo más grave es que empiezo a sufrir alucinaciones: ¡¿estoy viendo una puta estación de teleféricos?!

Debo de tener el cerebro encharcado como una sandía por culpa del mal de altura. La solución es obvia: perder altitud. Pero estoy tan cerca de la cima que me dejo llevar por la ambición: me inyecto una jeringuilla de cortisona en una nalga y sigo para arriba.

¿Vale la pena arriesgarse de esta manera? En la tranquilidad del campo base os diría que no, que lo importante es regresar a casa vivito y coleando, y con tantas falanges como sea posible. Pero, ah, amigos, por encima de los ocho mil metros, en la llamada zona de la muerte, donde nada ni nadie puede sobrevivir más allá de unas horas, las cosas se ven, y sobre todo se piensan, de un modo muy distinto. Como en la fábula del burro y la zanahoria, el premio siempre está ahí, al alcance de la mano. Así que ¿por qué darse la vuelta? ¡Sigue tirando, sigue empujando! ¿Tu cuerpo emite señales de alarma? ¡Da igual, ignóralas! ¿El barco se está hundiendo? ¡No importa, podrás salvarlo abriendo otra vía de agua! Y, total, ¿para qué? ¿Para colgar tu banderita de un hierro torcido y sacarte una foto mal encuadrada con la nariz llena de estalactitas? Pues sí, como mínimo de puertas afuera. Porque de puertas adentro la sensación de bienestar es brutal. Lo único que se le acerca, a años luz de distancia, es la placidez mórbida que sigue a un buen orgasmo.

Una placidez que, por cierto, estoy sintiendo ahora mismo. Porque sí, ¡lo he logrado! Pese a la fatiga, pese a la hipotermia, pese a las alucinaciones (he llegado a ver un castillo, foso incluido), mi banderita ya ondea de un barrote, grueso como un cañón, que las ráfagas de viento huracanado han inclinado sobre el vacío.

A mis pies, un mar de nubes azuladas se extiende compacto hasta fundirse con la línea del horizonte (disculpadme el lirismo, pero los alpinistas tenemos algo de poetas). Lamentablemente, mi momento de éxtasis personal se ve interrumpido por la llegada de una expedición internacional (parece que la montaña de Montjuïc también es víctima del fenómeno de la masificación). Pero, bueno, ahora podré pedir a algún compañero que me saque una foto de cuerpo entero.

Me acerco a un japonés con cara de niño bueno. Le doy mi cámara, me quito las gafas de ventisca y poso con el pulgar hacia arriba. ¡Otra muesca en mi historial!

Al devolverme la cámara, el japonés señala mi vestimenta y después se frota los brazos, como diciendo: «Qué frío, ¿no?». Lo miro de arriba abajo. Casi me da un infarto. ¡El tío va en manga corta y chanclas! Y por si esto fuera poco, en breve llegará la tormenta anunciada por el servicio meteorológico. Me pongo a gesticular como un loco urgiéndole a emprender el descenso inmediatamente.

—No-entender… No-entender…

Trato de explicarme en japonés (no lo hablo con fluidez, pero lo chapurreo un poco):

—¡SI-TÚ-QUEDAR-AQUÍ-SAYONARA-BABY! ¡MÁS-CRUDO-QUE-SUSHI!

—Yo-no-español… Solo-una-cerveza-por-favor…

¡Está fatal! Él mismo lo reconoce tocándose repetidamente una sien con un dedo.

—Tranquilo, amigo nipón —le digo pasando al castellano —. Antes me has hecho un favor de la hostia sacándome una foto que acabará en los libros de historia. Ahora voy a devolvértelo con creces sacándote de aquí, aunque sea a rastras.

Lo agarro de una mano y tiro de él. Pero la situación es peor de lo que imaginaba. Ya no es que ni siquiera pueda dar un paso. Incluso se resiste a que le pase una cuerda alrededor de la cintura para poder guiarlo durante el descenso. Definitivamente, sufre un cuadro de mal de altura de tres pares de cojones.

—¡TÚ-LO-KO! ¡TÚ-LO-KO!

¡A saber qué coño significará eso…! Tampoco es el momento ir a buscar un diccionario. Toca pasar al modo héroe. Y los héroes no se andan con chiquitas:

—Sin acritud, amigo nipón…

Lo tumbo de un puñetazo y me lo cargo a la espalda como un saco de patatas. Pero no había previsto el efecto que esto tendría en los demás. De repente, se ha desatado el pánico en la cumbre. Cuatro o cinco miembros de su expedición se me han echado encima para que los rescate a ellos en primer lugar. Aquello parece una montonera de perros.

—¡Tranquilos, compañeros! ¡Uno por uno! ¡Ahora bajaré a este! ¡Después regresaré a por el resto!

Sin embargo, una cordada es tan buena como lo es su líder, y el suyo, francamente, deja mucho que desear. En lugar de arrimar el hombro aceptando que, siendo yo el más fuerte, tengo que encargarme de organizar la evacuación, el muy idiota se ha puesto a apalearme con un paraguas (¡manda huevos, un alpinista con paraguas!). Así que, muy a mi pesar, acabo huyendo por patas dejando tras de mí al pobre japonesito, medio inconsciente.

—¡Lo siento, amigo nipón! —me despido a gritos —. ¡Hablaré súper bien de ti en los documentales que contarán vuestra tragedia! Ahora bien, ¡al hijoputa del paraguas lo voy a poner a parir! —remato dedicándole un corte de mangas.

Esto último tendría que habérmelo ahorrado. Además de ser poco elegante, la inercia del corte de mangas me ha hecho resbalar, y ahora estoy rodando cuesta abajo como un chaval haciendo la croqueta por una colina.

¡Cielo! ¡Suelo! ¡Cielo! ¡El mundo se ha puesto a girar como un calidoscopio en manos de un maníaco!

¡Suelo! ¡Cielo! ¡Suelo! ¡Trato de clavar el piolet! ¡La punta rebota! ¡Siento un pinchazo en un gemelo! ¡Me he clavado uno de los crampones! ¡Me cago en todo lo que se menea!

¡Cielo! ¡Suelo! ¡Cielo! ¡Estoy acojonado! ¡En cualquier momento me estamparé contra una roca o saldré disparado como un cohete por el borde de una cornisa!

¡Cielo! ¿Cielo…? ¿Ahora no tocaba suelo? ¡¿He conseguido frenar la caída?! En lugar de ponerme a dar brincos de alegría, me quedo tumbado sin apenas moverme. El corazón me late a mil por hora. Tengo el cuerpo molido y los nervios destrozados. Me obligo a ejecutar una rutina para serenarme. Reviso el equipo: cuerdos, bien; cabrones, bien; piolín, bien. ¡Cero, seis, uno! ¡Salut respon!

Ya me siento mucho mejor. He recuperado el control de la situación. Examino la herida del gemelo. Dudo entre hacerme un torniquete o ponerme una tirita. Acabo optando por lo segundo porque al quitarme el cinturón se me caían los pantalones…

Me incorporo renqueante. Miro a uno y otro lado. Ni pajolera idea de dónde estoy. Busco el sol para orientarme, pero el cielo está encapotado. Una racha de viento me hace temblar como una hoja. Siento una gota en la punta de la nariz. Después otra. A la tercera, empieza a diluviar. A veces me pregunto por qué no me aficioné al parchís…

Después de muchas horas dando tumbos, encuentro milagrosamente el refugio del campo base. Entro ensangrentado, magullado, empapado y ¡victorioso! Paro el cronómetro y me meto tiritando en el saco de dormir. Los demás alpinistas me miran desde sus literas con unos ojos como platos. Normal. Lo que hoy he hecho no está al alcance de cualquiera. Sin embargo, no pierdo ni un segundo chuleando al personal. Concibo el alpinismo como un duelo entre el hombre y la montaña. Todo lo demás (fama, dinero, sexo…) me resigno a aceptarlo como las consecuencias inevitables de mis éxitos deportivos. Pero ahora toca descansar. Mis aventuras en la cordillera de Barcelona aún no han terminado. Mañana, si me levanto con fuerzas, ¡escalaré el Tibidabo! ¡Al estilo alpino, como siempre!

Buenas noches y dulces sueños. Os deseo de corazón que podáis hacerlos realidad igual que yo estoy haciendo realidad los míos. ¡Uno, dos, tres! ¡A sobar, campeón!


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