Carlos

Vecindad


Cualquiera podría decir que su nombre es de lo más común, Carlos Sánchez, tan común como él mismo. Es un hombre de lo más corriente, con un trabajo corriente, que vive en una casa corriente y lleva una vida absolutamente corriente, casado con una mujer… quizás no tan corriente.

Como le sucede a la mayoría de la gente, Carlos no destaca en nada especial; tampoco puede decirse que esté por debajo de la mayoría en cuanto a aptitudes, modo de vida o relaciones sociales. Como la mayor parte de la gente, Carlos es especial para sus allegados, para aquellos que le quieren o aprecian, aunque no tenga nada particular que le haga señalarse en la sociedad, ya sea en sentido positivo o negativo.

En este mundo en el que nos ha tocado vivir, Carlos, como la mayoría de quienes no tienen excesivos problemas, parece una persona feliz, moderadamente satisfecho con su vida, asumiendo su espacio, su sitio o su papel en la sociedad con absoluta naturalidad. Puede que oculte públicamente, como seguro que lo hace la mayoría de la gente, sus frustraciones, que las tendrá, o sus dificultades económicas, altercados domésticos o éxitos personales, que, sin duda, también sufrirá o disfrutará.

Cada mañana, como tanta y tanta gente hace todos los días, Carlos sale de su casa con la tarea de dedicarle casi todo su tiempo al trabajo. No obstante, Carlos suele tener un gesto que parece de felicidad, de relajación, quizás de complacencia con su modo de vivir. No sé si recuerdo haberle visto alguna vez que no estuviera sonriendo y siempre suele saludar a quien quiera que se cruce con él con palabras cordiales, positivas y amables. Trajeado, por supuesto, con corrección y cierto aspecto entre formal y carca, se dirige cada mañana a la sucursal del banco del barrio en la que trabaja desde hace muchos años; puede que, incluso, nunca haya trabajado en otro lugar. Su trabajo es meramente administrativo y no parece esencial de ninguna manera para el crecimiento o prestigio de los directivos de esa oficina, pero, a la vez, su falta de protagonismo en nada le ha permitido hacer una carrera profesional, seguro que monótona y aburrida, en el mundo de la banca, y, del mismo modo que un buen archivador, siempre tendrá su lugar en ese espacio de trabajo hasta el día de su jubilación, pese a que podría ser fácilmente sustituible.

Carlos suele afirmar, siempre con su espléndida sonrisa en los labios, que se siente una persona muy afortunada por tener un trabajo tan estable “en estos tiempos que corren” y una vida razonablemente equilibrada para “lo difícil que lo tiene mucha otra gente”. Una de las cosas que más destaca es que no necesita utilizar el coche ni el transporte público para llegar a su trabajo, ya que la sucursal se encuentra en la manzana que hay junto al parque del altillo, a poco más de 500 metros de su casa. Es algo impagable y envidiable por muchos, ya que “voy y vengo todos los días con tranquilidad, sin estrés y dando un agradable paseo por el parque”, afirma.

Aun así, Carlos sí tiene coche, aunque solo suele usarlo de manera esporádica para viajar algún fin de semana con su mujer a descubrir algún lugar bonito que rompa la rutina de todos los días.

—Lo de la rutina me refiero al trabajo, no a mi mujer —se corrige sonriendo, feliz por haber soltado una broma con un guiño de picardía.

Para Carlos, esas escapadas son suficientes para “dar brillo”, así lo expresa, a su vida. Un brillo que se refleja en su pequeña cara redondeada, de piel reluciente y tersa y peinado pulcro con raya bien definida a la izquierda.

Con todo esto, o, mejor, pese a todo esto, Carlos confiesa tener un sueño íntimo.

—Una tontería con la que sueño desde que soy niño —afirma con deliberada intención alzando su mirada hacia arriba. Con tono privado, íntimo, incluso secreto, comenta que se trata de algo que no suele confesar a nadie, “y menos a la gente del vecindario, por el qué dirán”.

Eso no es del todo cierto. He tenido ocasiones de escucharle hablando con otros vecinos y, a la menor ocasión, lo suelta, incluso si no tiene ninguna relación con lo que se esté hablando.

Siempre fue aficionado a cualquier tema que se relacione con el espacio, con los planetas, las estrellas, los cometas, el Big Bang, los trayectos interestelares o a través del tiempo. Su mayor sueño, no cumplido, claro está, habría sido ser astronauta y poder viajar al espacio, “al profundo cielo que está sobre nuestras cabezas”, afirma, con un gesto en el que su sonrisa se ha transformado en cierta melancolía, dándole un evidente aspecto bobalicón.

Sin embargo, cuando comenta su afición, su personalidad parece crecer y su expresión es la de alguien que se siente importante, que se siente especial.

Yo le imagino con la mente vagando por los espacios siderales mientras comprueba listados de números en el banco. En ese instante tan soñador, le veo muy lejos de todos nosotros en el tiempo y el espacio, totalmente ausente de su trabajo, del día a día de la ciudad e, incluso, de la infidelidad de su mujer (que todos, menos Carlos, conocemos).

(Ilustración: Javier Herrero. Dibujo sobre papel de caca de elefante)


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