Joan de Grau i Ribó, barón de Toloriu, era amigo de Hernán Cortés y con él se marchó a la conquista de las Indias. Entraron juntos en Tenochtitlán, y tras unos desafortunados incidentes con el rey Moctezuma II, Cortés pactó con el mexica una paz que se le antojó precaria, por lo cual decidió quedarse con los vástagos del indio en tanto y cuanto que garantes del acuerdo. Dos hijas (una de las cuales Xipaguazín de nombre) y un hijo. Antes se negociaba de otra manera.
Sin embargo, Moctezuma reincidió en su rebeldía, murió durante las refriegas y Cortés le regaló la princesa Xipaguazín a Joan de Grau. Este se la trajo de vuelta a España, la bautizó con el nombre compuesto de María Xipaguazín y se instalaron en el castillo del pueblecito pirenaico en donde era barón. Tuvieron un hijo, Joan Pere de Grau-Moctezuma, hombre que se pasó la vida reclamando el virreinato de México sin lograrlo jamás. María Xipaguazín murió de melancolía y aburrimiento en las montañas catalanas. Hasta aquí lo que cuenta la historia, aunque incluso en ese conocimiento hay lagunas, dudas y versiones divergentes. Luego viene todo lo demás. Lo demás son los fenómenos que me sucedieron.
Me he cruzado con esta historia a lo largo de los últimos diez años, y cada vez me parece todo más extraño. La primera vez fue cuando me destinaron a trabajar a una villa cerca a Toloriu. Una tarde, paseando por este pueblo, di con la iglesia medieval en la que los caballeros franceses de la Orden de la Corona Azteca de Francia habían instalado una losa de mármol en honor de la princesa Xipaguazín. Hice unas fotos y las publiqué en una red social. De algún modo, involuntariamente, invoqué algo.
Poco después, un individuo redicho que se pretendía listo y misterioso se puso en contacto conmigo y me citó en una taberna: sé cosas muy interesantes sobre el misterio de Toloriu, me dijo. Estuve varias horas escuchándole contar una historia turbia en la que convivían buscadores del tesoro de Moctezuma, banqueros carlistas del XIX y una expedición siniestra y alemana en 1934, que estuvo husmeando por la zona. Los alemanes dijeron pertenecer a una empresa de prospecciones geológicas que andaba tras una mina de oro, aunque sus actos no se correspondían con ese objetivo. Estuvieron excavando en las ruinas de una masía (Mas Vima) y luego se esfumaron. Mi informador, en la taberna, sugirió que eran hombres de Himmler y mencionó a la Ahnenerbe. El lector fisgón puede encontrar trazos de eso si se entretiene un poco.
Años más tarde me puse a escribir un cuento sobre un tipo al que nombré Grau, aunque sin intención de referirme a los Grau de Toloriu (el primer apellido que se me ocurrió era Güell, pero lo cambié porque de los Güell se sabe demasiado). Situé a mi Grau en un pueblo imaginario, San Ferriol. Pocos días más tarde me encontré con un documental de forma completamente casual. En él se nombra a la descendencia de los Grau, y así supe que uno de ellos vivió en un pueblo real que se llama, cómo no, Sant Ferriol. ¡San Ferriol existe! En el instante en que conocí la terrible coincidencia, escuché un crujido en el aire, como cuando el pie aplasta una ramita seca en un camino del bosque.
No tardé mucho en encontrar, por azar de nuevo, un libro publicado en 2015 por un escritor mejicano aunque le dirías catalán, Jordi Soler: Ese príncipe que fui, relato novelado de un descendiente de los Grau, timador contumaz, que se pasea por la España franquista vendiendo títulos de nobleza. Más tarde descubrí, también por un casual, a Jorge Grau, cineasta medio maldito, director de cintas con zombis y vampiros. Algunos le recuerdan por haber filmado el primer desnudo integral en España (a cargo de María José Cantudo en La trastienda, 1975). Fui incapaz de discernir si el cineasta descendía de los Grau-Moctezuma.
Luego volví a Jordi Soler, y me enteré de que su novela sobre los Grau se le ocurrió al encontrarse con la iglesia de Toloriu y ver la placa de mármol que nombra a Xipaguazín. Soler y yo tuvimos la misma experiencia fortuita. Soler escribió una novela que, en Barcelona, fue presentada por Enrique Vila-Matas nada menos. Yo, en cambio, viví con inquietud la repetición de los eventos relacionados con los Grau y solo desarrollé temores vagos. Ahora me asustan las personas de rasgos aztecas.