Amor de mamá

El amor es lo que tiene

Cuando apenas salía de la adolescencia empecé a colaborar con una revista juvenil que, para mi asombro, compró todos los cuentos que mandé. El director de la publicación era un tipo robusto y fondón, postrado en la gran butaca de escay negro como si viviera en ella. Encima de la mesa (mal disimulada tras montañas de papeles cual muralla babilónica) siempre había una botella de whisky, siempre distinta, siempre por la mitad. El hombre me citaba, leía mi texto en voz alta, me aconsejaba para prosperar en el mundo de la literatura, me regañaba por mis deslices gramaticales y luego resbalaba por una pendiente de reflexiones sobre la vida, más bien lúgubres, adornadas con citas de grandes autores. Me despedía con un lacónico “pronto recibirás el cheque”.

Pasaron algunos años, durante los cuales la escena se repitió más de treinta veces. Fue en la ocasión número 33 cuando me anunció que debía jubilarse para dejar paso a las nuevas generaciones, y me presentó a una mujer bastante atractiva que sería la nueva directora. La señora atractiva me propinó una mirada sin humanidad, tan breve y soslayada que me permitió anticipar la frase siguiente:

—Vamos a darle un giro a la revista, vamos a renovarla a fondo.

El viejo director levantó los hombros, suspiró muy hondo y depositó la mirada circunspecta en la botella de Dyk. El cuento que le había llevado jamás se publicó. Nunca regresé a aquella oficina. El cuento rechazado en nombre del progreso de la revista era atroz, según creo yo ahora: la historia de un garbanzo humanoide que estaba harto de la Tierra y se postulaba para astronauta.

Tras aquel despido seguí escribiendo. Publiqué algunos libritos e incluso gané premios. En algún lugar de mi memoria siempre hubo un agradecimiento a aquel director, de quien supe que, una vez jubilado, se encerró en su piso enorme del ensanche barcelonés y se perdió en la nebulosa de su memoria, su soltería indómita y sus tratados sobre folklore antiguo.

Cuando yo ya era un hombre hecho y derecho, cerca de los cincuenta, recibí la llamada de una voz asfixiada. Supe que era él: hay algo en las voces, como en los olores, que se queda inscrito en la mente. Me citó en su casa sin preguntarme por la conveniencia de la cita, sin interesarse por mi vida. Era una orden que obedecí, tal como antaño seguí sus consejos gramaticales.

Me recibió envuelto en un batín rojo burdeos, con unas zapatillas andrajosas. El piso de la calle Balmes, principal y principesco, estaba en penumbra. Un olor a gato y a humedades inundó mis narices. Anduve por pasillos muy estrechos entre columnas de libros a punto del colapso, entre dunas de polvo y de ácaros inquietos que cubrían libretas y cuadernos, un laberinto cuya alfombra eran miles de hojas manuscritas, algunas de ellas con una caligrafía demencial. Nos sentamos en un banco formado por enciclopedias en latín y hebreo, en lo que fue un salón burgués.

—Por aquí anda tu cuento, aquella mierda sobre un garbanzo o una lenteja. Pero el cuento que debo contarte es otro. Tú no te preguntaste nunca por qué compraba tus relatos sin rechistar. Aunque la explicación es muy simple: yo he estado enamorado toda la vida de una mujer que solo me dio una cita para pasear por un parque y luego no quiso volver a verme. Tan desesperado estaba que hice un trato con el diablo. Le pedí a Satanás que me diera aquella mujer, aunque solo fuese por una noche, y Belcebú me impuso una condición: vendrá un chico con unos cuentos y tú se los deberás publicar sin quejas ni remilgos. Cuando yo crea que es suficiente cumpliré mi parte. Bueno… lo habrás adivinado: el diablo, para no cumplir, esgrimió mi deuda con tu cuento infame, el del garbanzo astronauta. Ya lo ves, el infierno está aquí. También habrás adivinado quién era la mujer.

—Mi madre murió hace siete años —balbuceé y luego salí corriendo.

Mientras andaba calle abajo, sin brújula, de taberna en taberna, recordé que mi madre me había contado el noviazgo con un hombre en su primera juventud, antes de conocer al que fue mi padre y tan mala vida nos dio a los dos. Ella lamentaba haber terminado aquella relación de varios meses: no fue una sola tarde de paseo por el parque. Yo fantaseé, de joven, que aquel novio era mi padre.

Ya muy entrada la noche, en un bar tristísimo de una callejuela detrás de la catedral, reescribí el cuento estúpido del garbanzo en una servilleta que más tarde tiré en la calle. Cayó al lado de dos gatos que copulaban, ocultos tras una farola muerta.