Alguien escribió un cuento en hebreo. Más tarde, uno o varios traductores lo llevaron al griego, y luego otros al latín. A partir del latín, con todas sus infinitas reescrituras, revisiones, censuras y correcciones, el cuento se tradujo a los idiomas medievales. Pensar que cada traductor fue infalible no tiene sentido, y lo único sensato es suponer una cadena de imprecisiones y de errores de toda clase. Así se explica que Buonarroti esculpiera un Moisés con dos cuernecitos: el Moisés cornudo que durante siglos difundió la Biblia era el resultado de un error de traducción corregido en el siglo XVII. Les diré algo más: también se debe a un error de traducción la virginidad de María. Pero ese error, a diferencia del de los cuernos del profeta, jamás ha sido enmendado.
—¡Como osa usted decir algo así! Tiene suerte de que a los herejes se les perdona la hoguera en estos días progres y permisivos.
Verá usted, prosigue el anciano erudito: en hebreo escribieron ha-almah, que se traduce por mujer joven o soltera. La traducción griega se confundió, y escribió parthenos, que significa virgen. Sin embargo, la palabra hebrea para virgen es bethula, y esta palabra no se encuentra en ninguna parte del texto original hebreo. Jesús era el hijo de una madre soltera, pero no virgen. Dicho de otro modo: llevamos dos mil años y pico adorando, en procesiones y romerías, a una madre soltera.
Además —añade un tipo taciturno y barbudo con un aire a Carlos Marx o a Jeremías—, la acción de parir, en cualquier caso, puso fin a la virginidad digan lo que digan los libros, ya que la cabeza del bebé hubiese roto el himen. En este caso, pues, estaríamos ante una mujer desvirgada por su propio hijo y eso es, perdonen que se lo diga, una auténtica monstruosidad conceptual. ¡Y moral!
—¡Y estética! —farfulla uno que estaba dormitando. Y luego precisa: ¡Y estética!
—¡Es usted un asqueroso además de un blasfemo! No hay, en el mundo, fuego para quemar a tanto degenerado. Y póngame otro pacharán, camarero. Y lo mismo para mis obscenos contertulios: sus cuerpos quemarán mejor con un poco de licor en sus venas flamígeras.
El camarero se anticipó y les plantó la botella de Zoco encima de la mesa. Con la punta del lapicero hizo una señal en la etiqueta, allí donde reposaba el nivel del líquido.
—Por cada centímetro serán tres sestercios —les advirtió mientras soltaba un bostezo hondo.
En el fondo del local, una mujer mayor y triste empezaba a poner las sillas encima de las mesitas para barrer y fregar cuanto antes y luego irse a dormir. En sus párpados había quilos de cansancio y de pena. En realidad, el cristianismo también es el resultado de un error de traducción, se dijo a sí misma: eso se lo contó Gabriel, el amante judío que tuvo cuando era joven.
La mujer de la limpieza se detuvo un instante y olfateó el aire: le pareció oler el cuerpo de Gabriel tal como olía en aquellas mañanas relucientes, en Citerea, cuando se levantaban tras una noche de amor y salían desnudos y en silencio al balconcito para contemplar el alba. Tenían diecisiete años. Mañana es navidad y mi hermano Francisco me llamará desde Buenos Aires. Marcela se pondrá un par de segundos al aparato y me deseará felices fiestas.
En este instante resuenan los pasos de la patrulla romana que desfila por la calle. El oficial se asoma al interior del bar para recordarles que deben cerrar: víspera de fiesta de guardar. La visión del casco reluciente en la cabeza del legionario le sugiere a la limpiadora aquellos cascos verdes de antaño y el rumor de las botas de cuero negro en los adoquines de Aquae Aureliae. Después de Gabriel no hubo más novios ¿para qué? Con el paso de tantos años sin novio, piensa la limpiadora, puede que una haya vuelto a la virginidad.